Mucho dolor anestesia
'La tierra que pisamos' de Jesús Carrasco mantiene la calidad de su escritura, pero algo no encaja. La voz entrometida de la narradora y la exageración del tono lo alejan de su talento
El debut narrativo de Jesús Carrasco (Badajoz, 1972) hace tres años tuvo algo de terapéutico para el medio literario español. Intemperie era reconocible dentro de una tradición realista con especial atención al vocabulario rural (y fue comparada con la obra de Delibes). Además, la ausencia de referencias espacio-temporales y la capacidad de fabular con elementos arquetípicos la emparentaban con una tendencia de la novela internacional (y fue comparada con La carretera, de Cormac McCarthy). Era a la vez “español”, realista y moderno.
El modelo de La tierra que pisamos podría ser Coetzee. Es una ucronía: España, a comienzos del siglo XX, ha sido invadida por un imperio que se extiende de Rusia a África. En un pueblo extremeño, los militares jubilados con méritos viven su retiro. Eva Holman, esposa de un coronel sanguinario, hoy viejo, enfermo y dependiente, descubre en el jardín de su casa a un misterioso mendigo de nombre Leva. Contra las ordenanzas que prohíben el trato con “indígenas”, Eva tiende la mano al extraño y su propia vida comienza a depender de la reconstrucción de la historia del superviviente. ¿De dónde ha salido este hombre mudo? ¿Por qué todo indica que vino del norte, a pesar de ser un lugareño? Así, nosotros leemos los cuadernos de Eva, en primera persona y en presente, en los que se entrelazan tres tramas: el movimiento hacia la compasión de Eva, el campo de trabajo en el que fue prisionero Leva y, por último, la detención de Leva y el exterminio de su familia.
La propia coexistencia de estas tramas las desactiva. Uno ya sabe qué va a suceder y no espera ningún giro imprevisto ni, lo que es más importante, ningún cambio sustancial en los personajes. Esto no sería importante si La tierra que pisamos no hiciera tanto hincapié en la psicología de sus personajes y su “despertar” a una nueva realidad, pero tanto Eva como Leva son personajes estáticos desde las primeras páginas. Ella, “una rebelde” convencida de la humanidad del Otro, del extraño; él, un niño y un loco, en palabras de Eva, a quien el horror ha dejado mudo. Además, la narradora explica con detalle el estado de ánimo de los protagonistas y lo que van a hacer, sin sugerencia ni expectativa. Todo parece previamente pensado y digerido. El lector no descubre las cosas por sí mismo según suceden (la pertinencia de una narración en presente), sino un poco antes por la voluntad de la narradora.
Por ello, la novela termina cumpliendo con la encarnación literal y tediosa de una metáfora: la peligrosa dialéctica de civilización y barbarie.
De alguna manera hay una paradoja conocida en narrar lo indecible con demasiadas palabras. Uno no puede dejar de recordar los testimonios de los supervivientes de los campos de concentración, desde la nitidez llena de aristas de Primo Levi hasta el laconismo de Odette Elina. Pero la descripción de Carrasco de los campos de trabajo se mantiene en una panorámica tremendista donde todo dolor es mayúsculo, y empacha.
Además, Carrasco trata demasiado bien a sus personajes: respeta sus límites y no permite que interactúen. Algo que lo distanciaría, por volver al modelo de un desmoronamiento narrado en tiempo presente, de Coetzee.
La tierra que pisamos es una novela fallida. Aunque es evidente la calidad de la escritura de Jesús Carrasco, despojada aquí del fetichismo léxico de Intemperie, algo no ha terminado de ajustarse a su indudable talento. Quizá la voz en primera persona de una narradora a medio camino de lo lírico y lo entrometido. Quizá la exageración del tono siempre elevado con que narra un “horror” que, a pesar del hiperrealismo, termina volviéndose abstracto. Quizá porque sus materiales daban para un relato más breve.
La tierra que pisamos. Jesús Carrasco. Seix Barral. Barcelona, 2016. 272 páginas, 18 euros
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