Genios replegados
Sibelius confió a sus allegados que la inspiración lo había abandonado en la misma época en que Hammett se reconocía incapaz de escribir. También pasó con Rossini o Melville
¿Existió la Octava sinfonía de Jean Sibelius? ¿Aparecerá algún día entre los legajos o entre los misterios de su existencia? Las cuestiones retratan la relación del compositor finlandés con el silencio. El silencio que hace respirar toda su música, como un principio embrionario, arquitectural, pero también el silencio que adoptó en su clausura de 30 años, resignado a la melancolía propia y a las diatribas con que le zarandeaba del dogmatismo ajeno. Ninguno tan influyente como el de Adorno, despiadado en considerar a Sibelius un anacronismo, una expresión aletargada y romanticona de la música tonal, un espejismo del nacionalismo desubicado.
Sibelius (1862-1957) no quiso escribir más allá de la Séptima sinfonía, recibida triunfalmente, o no quiso entregar a su editor la Octava, en el supuesto de que la hubiera concebido, significando así una retirada del arte que puede cotejarse con otros ejemplos de envergadura —de Melville a Dashiell Hammett, de Rossini a Rimbaud— y que el caso del compositor nórdico resume aglutinando todas las circunstancias coadyuvantes.
Sibelius pudo dejar de escribir porque lo abatió el cáncer. Pudo hacerlo porque lo intoxicó el alcoholismo. Pudo suceder porque lo traumatizaron la I Guerra Mundial y la II. O porque le agotó su propio éxito. Pudo callarse porque su fortuna alcanzó a permitirle vivir de las rentas. Pudo silenciarse, más probablemente, porque la vanguardia de entreguerras convirtió su lenguaje en un islote exótico, aislado. Sibelius pudo amordazarse porque no tenía nada que decir. La hipótesis más elemental. Y la más plausible.
Le había sucedido a Gioachino Rossini (1792-1868) con anterioridad. También él, un compositor de muchísimo éxito, un patriarca del belcantismo que decidió replegarse o acuartelarse porque la potencia telúrica de Beethoven había sacudido los cimientos de la música y porque Richard Wagner había acudido a visitarlo a su casa de París, no sólo por razones de cortesía, sino conscientes ambos de que la breve charla chez Rossini simbolizaba la transición inapelable del viejo mundo al nuevo.
Está documentado el encuentro en un apasionante memorial que elaboró el crítico belga Edmond Michotte (La visita de Wagner a Rossini, editorial Antoni Bosch) en cuanto testigo del encuentro. Y decimos elaboró porque la publicación del opúsculo se produjo en 1906, medio siglo después del mano a mano, sobrentendiéndose que Michotte lo escribió desde una cierta idealización y mitificación, más aún considerando que la gloria posterior de Wagner y su posición totémica en la cultura occidental apenas podían percibirse cuando Rossini ejerció de anfitrión. Quiso aclarar el compositor italiano que no eran ciertas las maledicencias que se le atribuían sobre el joven Wagner —la más famosa era la de atribuirle la receta del “rodaballo de salsa alemana”, mucha salsa y poco rodaballo—. Y quiso explicarle que los motivos de su distanciamiento de la creatividad musical tenían que ver con la holgura de su posición económica, con la desaparición de los castrati, con los achaques de la salud… Al menos hasta que encontró el momento para sincerarse delante del colega y en presencia de Michotte: “Yo tenía ciertas disposiciones para la música del porvenir. Si no fuera demasiado viejo, empezaría a escribir. Y entonces, ay, antiguo régimen”.
La historia había desubicado a Rossini y lo había condenado a 40 años de silencio. No comprometiendo su reputación ni su posición de personaje acaudalado en París —un reciente ensayo del profesor mexicano Juan Hugo Barreiro atribuye el silencio de Rossini al tiempo que le comprometía el ejercicio de la usura—, pero sí convirtiéndolo en el antecedente premonitorio de cuanto iba a sucederle a Sibelius en la maldición del silencio.
Fue su propia disciplina. Tan estricta que Sibelius refutaba hablar de música. Que no volvió a escribir desde el Andante festivo (1930). Y que su esfuerzo por eliminar las huellas de la Octava sinfonía no pudo evitar la aparición, ya después de su muerte (1957), de un recibo del editor en cuyos pormenores se formalizaba la entrega del primer movimiento.
Se retractó Sibelius de su creación. Confío a sus allegados que la inspiración lo había abandonado, más o menos en los mismos años —la década de los treinta— en que el escritor Dashiell Hammett (1894-1961) se reconocía incapaz de escribir. Y no por falta de éxito, prolongado en los hitos de las adaptaciones cinematográficas, sino porque se encontraba hueco, desprovisto de inspiración. Y porque atribuía a su brillante compañera, la escritora Lillian Hellman, el tormento de haberlo abrumado con su talento.
El dramaturgo Jerome Weidman, amigo de ambos, recoge en sus memorias un pasaje inequívoco de la frustración de Hammett: “Mírame, vacío, acabado. Ella lo tiene todo. Y a mí me falta todo el talento”.
Puede que fuera una excusa, pero también es un hecho que Hammett no volvió a escribir una novela en 25 años —la última fue El hombre delgado— y que su implicación política en los tiempos del maccarthismo sirvió de pretexto para sustraerlo de sus obligaciones literarias.
¿Tanto podía haberlo eclipsado Hellman? Gore Vidal nunca se declaró partidario de la hipótesis, entre otras razones porque tampoco creyó que tuvieran siquiera una relación demasiado íntima ni intensa. La propia pareja de Hammett —nunca se casaron— tendía a desmitificar el vínculo vampírico. Ya difunto el autor de El halcón maltés, escribía que Hammett había entrado en esa suerte de “autismo literario” con que bien podría escribirse un capítulo corpulento y hasta recurrente de la literatura norteamericana.
Y no siempre por los mismos motivos. J. D. Salinger (El guardián del centeno) o Harper Lee (Matar a un ruiseñor) fueron ejemplos categóricos de una ejecutoria vinculada a una sola obra. Guardaron silencio ambos y prolongaron su hermetismo en su propia concepción de la existencia, confortados acaso por la repercusión de sus novelas. Y por el éxito que implicaron una vez superadas ciertas barreras de resistencia.
Al contrario, el silencio de Herman Melville no se lo proporcionó el éxito. Se lo proporcionó el fracaso. Tanto en el caso de Moby Dick (1851) como en el cuento de Bartleby, el escribiente (1853) y en The Confidence Man (1857), cuya incomprensión editorial precipitó una retirada de 34 años. “No hay segundos actos en las vidas de los americanos”, escribió Scott Fitzgerald.
Melville esperó hasta 1889 para darle forma a Billy Budd, al principio, con la aspiración de una poesía monumental, pero la muerte truncó la iniciativa unos meses después, sin tiempo de terminarla ni de asistir a la plena rehabilitación, pues fue publicada a título póstumo en 1924.
Coincide la fecha con el estreno de la Séptima sinfonía de Sibelius. Y representa Melville el caso contrario del compositor finlandés, precisamente porque la incomprensión hacia su literatura no provenía de haber sido superada una estética, sino de haberse adelantado a ella. Y de haberse convertido en mártir de su propia originalidad, hasta el extremo de atormentarse y de exponerse a un doloroso trauma psicológico.
J. D. Salinger y Harper Lee ilustran una ejecutoria vinculada a una sola obra. Guardaron silencio y prolongaron su hermetismo
Melville, abjurando de sus folletones iniciales, se había adelantado a su tiempo. Sibelius fue sacrificado por desvincularse en las vanguardias, o decidió sacrificarse él mismo oponiendo el silencio al inventario de su impresionante fertilidad musical: “Si no puedo ir más lejos de la Séptima sinfonía, prefiero no retroceder”.
La decisión se arraigó con los años, como le sucedió a Rimbaud con la suya. La diferencia es que el poeta francés decide “neutralizarse” no en la madurez, sino en la explosión juvenil de su propio talento.
Se impone a sí mismo el silencio después de haber alumbrado el milagro de Las iluminaciones, aunque los motivos de semejante cautela representan un misterio recurrente al que puede darse respuesta desde la más prosaica contingencia —Rimbaud tuvo muchas dificultades para publicar y no encontró aprecio en la sociedad parisiense— hasta la más elevada asunción o interiorización de la imposibilidad del arte. “Que es de naturaleza mentirosa”, escribe Rimbaud, “igual que la poesía sólo puede ser el origen de la fatalidad porque nos engaña hacia una meta imposible”.
Se inquietaron los existencialistas con el silencio de Rimbaud. Y adquirieron protagonismo entre ellos las reflexiones de Martin Heidegger, de acuerdo con el cual el silencio del artista — Rimbaud, en concreto— no debía equipararse al mutismo. Es el silencio de quien ya había emprendido el camino, de quien había despejado el horizonte. Es el silencio “activo”, el silencio elocuente, la claridad de quien nos ha colocado en un nuevo punto de partida.
Murió muy joven Rimbaud, murió muy viejo Sibelius, 92 años, de tal manera que su elocuente salud de hierro alojó el contrapeso de prolongar su vacuidad creativa, constriñéndolo a asistir no ya a las vanguardias de entreguerras, sino al dogmatismo atonal con que la estética saliente, por ejemplo en Darmstadt, abjuraba de cualquier concepción melódica.
Se le juzgó a Sibelius de manera superficial y participó él mismo de su “automutilación y de su pérdida de identidad”, razones que el musicólogo Francis Bayer valora junto a una hipótesis más lírica que verosímil: a Sibelius le había abrumado la contemplación de la naturaleza, se había sentido en inferioridad creativa frente a su concepción panteísta, animista del mundo. Y entendió que el silencio era la única actitud posible del hombre entre el agua pura y la divinidad de los bosques.
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