Por qué los premios literarios me tienen en la pobreza
Ganar un premio ha de ser satisfactorio. El humano tiene un deseo profundo de reconocimiento y este deseo se ve más arraigado sobre todo en los artistas. Los artistas se alimentan del reconocimiento: “Qué buen libro, llegué a la mitad, pero no hace falta terminarlo para saber que va usted por buen camino” “¿Me regala su firma? pero antes prométame que será famoso y que tendrá una muerte espectacular” “¿Ves al tipo que va por allá? Escribió una novela tan genial pero tan compleja que por lo compleja lo reconocerán en algunos 100 o 200 años, pero lo reconocerán”. Reconocimiento, si fuera tan fácil como vernos al espejo y decir: “Sí, ese que está ahí soy yo y es un buen tipo o un mal tipo. Es decir, que soy un buen tipo o un tipo malo”. Reconocerse uno.
Pero vine aquí para contarles por qué los premios literarios me tienen en la pobreza. Un amigo me dijo un día: “Vos sos talentoso Ludwing, vos podes hacerte la vida enviando tus poemas o tus cuentos a los varios concursos literarios que existen en lengua hispana. Mirá que hay quienes viven de eso. Bolaño tiene un cuentito en el que trata de un viejo que así mantuvo a su familia”. Y pensé en mi familia, en mantenerla, un acto tan heroico como ese y no dudé que mi amigo podría tener un poco de razón y tiré la moneda al aire la cual nunca cayó. El destino era un pájaro que se la había llevado y no volvería a verla.
Me habían dejado una pequeña herencia y tenía un patrimonio no menos pequeño, así que a pesar de no tener un trabajo podía tomar un poco de dinero para imprimir y pagar los costosos envíos a los países de donde convocaban sus premios. El primer año envié a 90 certámenes entre poesía y cuento. Cada envío me costaba entre 30 y 65 dólares, pero como esperaba ganar por lo menos unos tres concursos ese año, creí que con el dinero del primer premio recuperaría los gastos y los otros dos serían para las cervezas, la comida y la renta. Pero el año pasó y mi nombre no aparecía en ninguna lista, ningún correo que dijera: “Señor Ludwing Varela, queremos felicitarle por haber ganado el…”, y como no soy de los que se rinde con el primer intento, el otro año doblé esfuerzos, y los gastos, claro, comenzaban a sentirse en mi rutina diaria. Ahora no pasaba los fines de semana tomando botellas de vino o champaña, ahora el ron era mi mejor aliado, y claro que a las rocas, así me ahorraba la compra de la soda y los resultados eran al final los mismos: resaca y menos dinero.
Esperé los siguientes resultados y nada, fue cuando comencé a pensar que algo no estaba bien, a lo mejor los cabrones de la empresa de envíos no estaban haciendo su trabajo, o podía ser que como confirman algunos, esos premios ya estaban amarrados desde antes de que se hicieran las convocatorias o tal vez los jurados eran unos mediocres que no leían las obras con la atención necesaria. Podría haber sido cualquiera de estos factores los que hacían que yo no ganara ningún premio, pero una cosa era segura, estaba perdiendo mi dinero.
El tercer año fue el último, para seguir a pie de letra el dicho ese de que la tercera es la vencida, envié a no menos de 250 premios, era como apostar todo mi dinero en una tirada de dados, pero la suerte estaba echada y el correo o la llamada o el periodista tocando la puerta de mi casa para la entrevista nunca llegó.
Sigo sin tener trabajo, mis cuentas están en cero y mi patrimonio no pasa de 50 libros y unos tres ejemplares de una vieja edición que publiqué hace un par de años. Hoy por la mañana salí a vender uno de esos ejemplares y me encontré al tipo que un día me dijo: “Vos sos talentoso Ludwing, vos podes hacerte la vida enviando tus poemas o tus cuentos a los varios concursos literarios…” y le ofrecí mi libro sin dejarlo comenzar el discurso, si lo vendía podría comer ese día o, por lo menos, comprarme una botella barata. “Me gustaría comprártelo, pero fíjate que voy a la librería y ando justo el dinero para comprar el último libro de Echeverría, el libro que ganó el premio X”. Y me dieron unas terribles ganas de tomarlo por el cuello, apretarlo tan fuerte hasta quitarle la respiración, pero desistí, no podía ni pagar un abogado si me acusaba de intento de asesinato. Y desde entonces dejé los premios, monstruos ciegos de mil tentáculos que absorben el capital y el tiempo de idiotas como yo, que nos creemos cualquier cosa que nos dicen.
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