Tudores, Borbones...y paparazzi
Tuvo que subirse Mariella Devia al trapecio para recuperar el interés de una velada que se había malogrado por la precariedad misma del espectáculo -desangelado, inexpresivo- y por las abrumadoras connotaciones sociales de la apertura de la temporada madrileña.
Había tantos paparazzi como policías. Proliferaban los esnobistas y los cortesanos, aunque la presencia de Felipe VI y de Letizia se “resintió” de la competencia de Isabel Preysler, de tal forma que la ópera en cuestión, “Roberto Devereux” (¿mandé?), quedó subordinada a un espacio gregario, al photocall, al trajín costumbrista del intermedio.
O lo hizo hasta que Mariella Devia, insistimos, se subió al trapecio para columpiarse con sus galones y sus resabios en el aria final, excitando a los melómanos genuinos -estaban en minoría- y proporcionando a la noche los honores que se merecía la música de Donizetti. También él en minoría, sepultado por los cuchicheos. Que si Esperanza Aguirre whtasappeaba durante la ópera. Y que si el anticristo, o sea, Manuela Carmena, celebraba cien días de gobierno municipal pisando con garbo la alfombra roja.
De cuestiones sociales hablamos acaso para sustraernos a las musicales. Que no fueron de gran interés porque el maestro Bruno Campanella concibió una versión bastante convencional, incluso de una oscuridad premonitoria cuando hizo sonar el himno de España en presencia de los Reyes. Nunca he sido partidario de introducir en el programa estas injerencias protocolarias. Y no por subversión republicana, sino por convicciones musicales. Más aún si el himno es tan desafortunado como el español y si la obra que lo sucede, como es el caso, comienza con una evocación explícita de “Dios salve a la reina”.
Lo introdujo Donizetti porque “Roberto Devereaux“ es un folletón tremendista que transcurre en el reinado de Isabel I, de tal manera que la inauguración operística del Real proporcionó o sobrentendió una mixtificación de símbolos monárquicos. Había una reina, Letizia, en el palco. Había una reina, Mariella Devia (Isabel I), en el escenario. Y había una reina pagana en el patio de butacas. Me refiero a Isabel Preysler, acompañada de Marío Vargas Llosa para dicha de los paparazzi que acordonaban el edificio, incitando la curiosidad de los vecinos y la multiplicación de smartphones al acecho.
Esperaron hasta el final de la ópera igual que un pelotón de fusilamiento. Y se llevaron un exquisito botín, los revisteros, porque la ópera de Donizetti había concitado una fiesta de la alta sociedad, muchas veces desconcertada o desconcertante porque los advenedizos no sabían muy bien cuándo aplaudir ni cuándo callar.
Por eso las ovaciones finales garantizaron un consenso generoso y acrítico. Tanto se aplaudían las prestaciones mediocres de algunos cantantes -se me ocurre el caso de Marco Caria- como se aclamaba por inercia al equipo escénico. Empezando por Alessandro Talevi y Marco Berriel, cuya dramaturgia pobretona desaprovecha las buenas ideas conceptuales -la reina Isabel tejiendo una tela de araña en su reino de conspiraciones- para desconcertar a la audiencia con un grotesco final gore donde sobrevivió a su manera el carisma belcantístico de la Devia. No puede decirse que se encuentre en la plenitud. Sí puede decirse que su personalidad de diva antigua, su afinidad estética al repertorio expuesto y su oficio de soprano infalible redimieron un espectáculo que dio vuelo a la naturalidad de Silvia Tro Santafé y que puso en aprietos la reputación de Gregory Kunde.
Hago constar que soy muy partidario del tenor americano. Y considero meritorio que su técnica le permita compaginar los roles dramáticos del repertorio -Otello, Eneas- con los personajes de tip-tap donitezziannos y bellinianos, pero mi impresión es que esta versatilidad no pareció esta noche demasiado evidente. Su Devereux tuvo tanto arrojo y valentía como problemas en el fraseo, el legato y la homogeneidad de la voz. Echamos de menos un tenor más distinguido y aristocrático, aunque no puede decirse que escaseara la sangre azul en el Teatro Real. Ni las provocaciones accidentales, pues la ópera de Donizetti finaliza con una abdicación.
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