Gozo
Esta extremosidad de superar o 'salirse' del cuerpo, sea por arriba o por abajo, nos revela nuestra radical insatisfacción en pos de buscar una nueva configuración de uno mismo
Siempre me impresionó la descripción que hace Proust de la muerte de su personaje Bergotte, ese refinado esteta que encubría rasgos de más de un contemporáneo del gran escritor francés sin dejar de ser su cumplido autorretrato. Como es sabido, afectado por la entonces muy peligrosa enfermedad de uremia, desoyendo los consejos de su médico, el convaleciente Bergotte no pudo resistirse a visitar la exposición de Vermeer, que se exhibía en París, y, de resultas de la excitación estética, murió frente al cuadro Vista de Delft, justo en el preciso momento en que descubrió en él "ese trocito de muro amarillo". Como suele ocurrir en todo placer estético profundo, se puede afirmar que Bergotte falleció por el inclemente acto de gozar la subitánea revelación de dicho cuadro. Obsérvese que no he dicho gozar "en exceso", porque el goce es en sí mismo exuberante, y no solo no se retrae ante el peligro de la muerte, sino que se excita más y más precisamente por ello.
Etimológicamente, el término "gozar" procede del latino "gaudere", que significa una alegría o satisfacción íntimas, lo contrario, por tanto, de la jovialidad asamblearia, que suele tener un carácter conmemorativo y ceremonial. En este sentido, entre estas últimas, incluso las que son de naturaleza orgiástica, como las bacanales, el simultáneo regocijo colectivo consiguiente no deja de pasar por ese instante íntimo singular desaforado de cada uno de los participantes. Sea como sea, en solitario o en compañía, lo que nos hace gozar es inseparable de esta vivencia íntima, que nos saca de nuestras casillas hasta el borde mismo de nuestra extinción. El caso más primario y paradigmático de esta pulsión humana es la cópula sexual, pero no se circunscribe solo a ella, porque la apreciamos de manera semejante en el arrebato místico y, como antes se ha señalado, en el estético, quizás porque en todos ellos por igual es nuestro cuerpo el campo de batalla y, por consiguiente, se podría decir, que cada victoria es seguida de una derrota, o, si se quiere, que ninguna ganancia sacia nuestras ganas.
Sobre este apasionante asunto, el filósofo francés Jean-Luc Nancy (Burdeos, 1940) y la periodista Adèle Van Reeth mantuvieron un diálogo, traducido ahora en nuestra lengua con el título El goce (Pasos Perdidos), acompañado por un instructivo prólogo del pensador español José Luis Pardo. Aunque la filosofía clásica ha tenido más aprensión para encarar el problema del "goce" por su abyecta propensión a residenciarse en lo carnal del cuerpo, que es un "rebajarse" a lo sexual, prefiriendo siempre el "gozo", que nos impulsa por "elevación", en ambos se produce un similar afán humano de ruptura con los límites de lo dado, de manera que el "goce" y el "gozo" son ambos inconformistas hasta el extremo. Esta extremosidad de superar o "salirse" del cuerpo, sea por arriba o por abajo, nos revela nuestra radical insatisfacción en pos de buscar una nueva configuración de uno mismo y de la relación con el otro, bien mediante el "goce", bien mediante el "gozo", todo lo cual implica además un "darse", una "donación".
Entre todas las posibilidades de romper con la idea jurídica de "gozar de un bien", que es la de apropiarse de un objeto, quizás sea la del arte la más ambiciosa, porque impulsa simultáneamente el cuerpo y el alma del sujeto, confundiéndose en ella lo material y lo espiritual, el goce y el gozo. Es esta confusión del arte la que hoy, en última instancia, amplía más el horizonte de la donación, sobre todo, en la sociedad actual, que todo lo cifra en el consumirse del consumo: tener virtualmente todo sin disfrutar de nada. Y es que, a veces, la eventual confusión es la única forma de acceder a la claridad de una revelación, como esa que tuvo Bergotte frente al cuadro de Vermeer muriéndose de gusto.
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