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PURO TEATRO

Directos al corazón

'Distancia siete minutos' es una emocionante lección de interpretación y escritura dramática a cargo de Titzina Teatro: Pako Merino y Diego Lorca

Marcos Ordóñez
Diego Lorca y Pako Merino, en un momento de la obra
Diego Lorca y Pako Merino, en un momento de la obraTiziana Teatro

Mientras la crisis sigue arreciando y los bolos escasean, Titzina Teatro no para de trabajar. Y con funciones cuyos asuntos podrían espantar a programadores y público: Folie à deux (2002), sobre la locura; Entrañas (2005), sobre la guerra; Exitus (2009), sobre la muerte. Pero giran y llenan teatros por dos razones muy sencillas: son muy buenos, y quien les ha visto repite. Distancia siete minutos, su nueva entrega, está siendo un fenómeno. Se estrenó en agosto de 2013; en enero de 2014 recaló en la Abadía y cerró esa temporada con más de cien funciones en España, Argentina y Costa Rica. A fecha de hoy, según su dossier, llevan más de treinta mil espectadores, y tienen bolos para el resto de 2015 y principios de 2016. Acabo de ver el espectáculo en la Villarroel barcelonesa. Apuesta doblemente arriesgada, porque en gran medida es una sala de comedia, y aunque Distancia… empieza en clave de humor, poco a poco va instalándose en el drama, pero ya prorrogaron la vez anterior, con Exitus, y, a juzgar por los aplausos de los espectadores, apostaría que volverá a suceder.

Pako Merino y Diego Lorca firman, como es su costumbre, texto, puesta y actuación. La función está formidablemente escrita, e interpretada con verdad constante, en un castellano vivo, sobrio y muy bien dicho. En el escenario hay tan solo dos mesas, una pizarra y un sofá, que la imaginación de su equipo habitual —Jonatan Bernadeu (sonido), Jordi Soler (escenografía) y Miguel Muñoz (luces)— transforma en espacios rea­­listas y oníricos cuando se tercia. Única pega: para mi gusto, un cierto exceso de fundidos a negro.

La premisa de la historia podría resumirse más o menos así: por una plaga de termitas en su apartamento, el juez Félix Hipólito, que acaba de cumplir 40 años, se traslada con su gato durante un par de días a casa de su padre, un hombre hosco y autoritario al que apenas visita. Pero los de Titzina nos lo van a contar a su manera (y con ecos de Robert Lepage). Para ellos, la historia comienza antes, el 15 de abril de 2004, cuando el robot espacial Curiosity emprende su viaje a Marte, “planeta cálido y húmedo en su origen”, nos dice el narrador, “pero convertido en un lugar hostil y frío”. Ese mismo día, en Barcelona, los padres de Félix, a punto de ser nombrado juez, discuten acerca de la ceremonia. Y a tres paradas de metro, una termita comienza a horadar una viga (acabo de teclear “una vida”) del piso del flamante magistrado. Es un sugestivo procedimiento, pero quizá tenía la noche lerda, porque me costó un poco entrar en el juego, aunque pronto me atrapó la intensa humanidad de los personajes. Félix vive solo, como su padre. Se ha separado varias veces y no logra mantener una relación estable. Intenta hacerlo todo “lo mejor posible”, lo que le lleva a una actividad febril. Cuando un psicólogo le pide que recuerde 20 momentos positivos de su vida no lo consigue. Sueña con su madre, pero en esos sueños ella habla con la voz paterna. Diego Lorca interpreta al juez. Su trabajo, impecable y solo aparentemente sencillo, muestra con gran riqueza de matices el crecimiento y desborde de la turbulencia que le come el alma. Pako Merino, versátil como un moderno Peter Sellers, da vida a los restantes personajes. En un tour de force similar a la ronda de pésames de Exitus, despliega ante nosotros un carrusel de encausados, con rotunda naturalidad, sin forzar los registros ni buscar efectos cómicos: le basta un quiebro gestual, un cambio en el tono de voz, o en la colocación del cuerpo o del jersey, para transformarse en un borracho olvidadizo, una mujer abandonada, un ladrón de supermercados, y más tarde, en creciente progresión dramática, un padre divorciado que se niega a pagar la custodia de su hija y un muchacho que agredió a su madre. Luego será también un técnico en control de plagas (que atiende por el singular nombre de Roger Tenias), un juez forense y, por encima de todo, el padre de Félix. Ahí rozamos el portento: Merino se convierte en un hombre de andadura lenta, hablar preciso y rostro severo e inmutable, que recuerda al lejano Antonio Casal.

La función está formidablemente escrita e interpretada con verdad constante, en un castellano vivo, sobrio y bien dicho

El viejo Hipólito es un abogado jubilado de maneras contenidas, solo traicionadas por el tamborileo de los dedos en el brazo del sofá. Un hombre obsesivo, ultradetallista, siempre pendiente de las reglas, empeñado en ser “consecuente y riguroso”. Buena parte de lo que necesitamos saber sobre la relación entre Félix y su padre se nos muestra en la certera, divertida y profunda escena de la educación del gato. Hay mucho más, claro. Siempre hay mucho más en el teatro de Titzina. La plaga impide el retorno de Félix a su casa. “Usted tiene un berenjenal de los gordos”, le dice Roger Tenias. “La única forma de saber si las termitas están muertas”, añade, “es no volver a verlas nunca”. Pero las termitas tienen sus razones, así que padre e hijo deberán estar juntos más tiempo. Y hablar. Hablar, por ejemplo, de por qué el padre nunca le preguntó si era feliz. Hablar, sobre todo, de lo que le sucedió a la madre la mañana de aquel 15 de abril. Difícil tarea, a la que el padre no parece dispuesto. “Volver atrás no nos conviene, hijo”. Félix arrastra el peso del silencio de todos esos años, y quiere saberlo todo de una vez. “Si hablo”, dice el padre, “me vas a hacer culpable de todo”. No conviene explicar aquí el sentido del título: lo descubrirán en su momento. En el superlativo tercio final, el hijo interroga al padre. Si al principio de la obra pensé en los mecanismos de Lepage, en esta parte pensé en Marguerite Duras, la Duras de La amante inglesa, porque del diálogo entre padre e hijo brotan más voces, voces secretas al fin reveladas, como flechas directas al corazón. Y brota el silencio, un silencio enorme sobrevolando la sala, un silencio como el de un gran pájaro desplegando sus enormes alas, a punto de echar a volar de nuevo. Ese es el silencio que nos llevamos a casa, conmovidos. No se pierdan Distancia siete minutos. También he visto Incerta glòria, la ambiciosa adaptación de la novela-río de Joan Sales sobre la Guerra Civil en la zona catalano-aragonesa, a cargo de Álex Rigola, en el TNC de Barcelona. Un montaje de más de tres horas, con arritmias y algunos borrones de trazo, pero con memorables solos de Nao Albet, Mar Ulldemolins, Pau Roca, Andreu Benito, Joan Carreras y Marcel Borràs. Solo por el segundo acto, una filigrana exquisitamente modulada, vale la pena la función. En breve se lo cuento.

Distancia siete minutos. Texto, dirección e interpretación: Pako Merino y Diego Lorca. La Villarroel, Barcelona. Hasta el 21 de junio.

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