La voz que no era nadie
'Lo que escucha la lluvia' es un libro a contracorriente de modas y modos, personal y honesto de principio a fin
Francisco Solano (La Aguilera, Burgos, 1952), como todo castillo escocés que se precie, alberga sus propios fantasmas. Obsesiones que como creador sitia, busca y esconde en todo lo que hace. Pero es difícil que cualquier otro libro suyo sea más preciso e intenso que Lo que escucha la lluvia. Es este un engranaje intelectual de, por y contra las palabras como único camino para fracasar al nombrar lo innombrable. Escrito con un dominio ejemplar del lenguaje y del cauce por donde discurre lo narrativo, Lo que escucha la lluvia es un libro a contracorriente de modas y modos, personal y honesto de principio a fin. En el que se exige un esfuerzo al lector como pago previo del viaje. Un esfuerzo de lectura, de conseguir una burbuja de silencio a nuestro alrededor para que Solano nos la llene de una voz que son palabras y más palabras. Palabras, eso sí, que nunca serán cáscaras vacías. Que el escritor no dejará que se le desboquen, que le engañen, que se escondan tras la brillantez o belleza de sus propias imágenes o metáforas. Solano es aquí un jinete que sostiene las riendas para que las palabras vayan al trote, libres, aparentemente diletantes sí, pero siempre marchando hacia algún sitio, con un sentido.
Tenaz en el compromiso de otros libros suyos con una literatura que trate de desentrañar con palabras lo que las palabras no pueden decir. Y a la vez, ser una búsqueda de sí mismo y del lector. Francisco Solano es deudor confeso de la escuela centroeuropea o afines, de tal modo que a veces parece estar paseando por el balneario con Musil, Vila-Matas, Sebald, Walser, Bernhard o el Señor K. En esa afinación Solano vuelve a tratar de disolver la memoria en aras de la identidad. Nada de lo que dice al mundo lo que somos (nuestro nombre, nuestro aspecto, lo que se sabe de nosotros, lo que recordamos) informa apenas de nosotros. ¿Entonces…?
Desde el principio la voz narrativa interpela al lector como en un monólogo dramático. Envuelve a éste no en un canto de Sherezade, ni en una sinfonía armónica de conceptos y palabras, imágenes y sensaciones que nos hagan seguir al flautista de Hamelin. El monólogo está siempre tensionado. Nos exige atención, nos disgrega y nos llama al orden, nos enseña las trampas, nos traza el circuito de memoria, imaginación y vuelta a empezar con la lección aprendida. Una voz narrativa que se hace decir improbable, difusa, esquiva. Que, por ejemplo, nos remite a la infancia, pero nos suelta de la mano cuando reconocemos como familiar ese escenario. Una voz que entra y sale de personajes que son ella y no lo son. En los que el narrador se imagina o reconoce o juega a todo ello para demostrarnos la impostura y, dentro de ella, la verdad que se ha vuelto a desvanecer. Solano o su narrador nunca nos quiere engañar. Sólo trata de valorar la fuerza de la ficción para demostrarnos que el Dios engañador cartesiano —este libro tiene algo de ensayo sobre la duda metódica— nos literaturiza la memoria, nos embriaga en cuanto aparece la imaginación, nos busca camas calientes para que dejemos nuestra búsqueda. Pero Lo que escucha la lluvia no es una catedral vistosa de humo y espejos. Sino que el libro llega a algún sitio. Al final, el autor nos permite observar la redención —la suya, no la nuestra— en una emoción desnuda que ya no esperábamos. Destruida toda nuestra fe en las palabras como brújulas, Solano nos entrega algo puro, inservible, improbable pero puro que solo sirve para el narrador/autor —un grito, un nombre, un momento, una falla—, pero que nos alecciona a que busquemos la palabra que somos en una suerte de cábala privada.
Lo que escucha la lluvia. Francisco Solano. Periférica. Cáceres, 2015. 120 páginas. 15 euros.
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