Qué estafa
Hay un momento en el que ya no caben tantas esposas que no sepan lo que triscan sus maridos, ni tantos tesoreros robando a sus empresas sin que los jefes se enteren
Haro Tecglen solía acabar esta columna con una exclamación que se convirtió en hábito: Qué estafa. Tenía algo de coquetería desencantada, pero resumía un espíritu general de descrédito. Escuchando en La noche en 24 horas a Manuela Carmena, candidata de Ahora Madrid a la alcaldía de la capital, comprendí la necesidad casi imperiosa de agarrarte a la ilusión en torno a alguien que elabora un discurso pausado y prudente, más cargado de respeto ante la realidad que de desafío. Su candidatura es a ratos invisible y a ratos tan extremadamente utópica como la de Luis García Montero, único caso conocido de alguien que se sube a un barco zozobrante, en lugar de abandonarlo al grito de sálvese quien pueda y yo el primero. Sean cuales sean las condiciones de ilusión que encuentra la gente en el comienzo de esta campaña electoral, con los comicios el día de María Auxiliadora como signo de oculta importancia, conviene festejarlas y resguardarlas de los insultos.
Porque esa ilusión se sostiene en un ecosistema repugnante. Hasta ahora, los vídeos de políticos corruptos contando billetes eran algo que nos llegaba de mal llamadas repúblicas bananeras. Que otro empresario salga de la sede judicial asegurando que pagó mordidas de más de un millón de euros al partido en el Gobierno para lograr contratos públicos no va a impedir que lo que ha sido una práctica extendida se trate de superar con la promesa de nuevos puestos de trabajo y el aumento del PIB que nos vaticinan las encuestas económicas. Hay un momento en el que ya no caben tantas esposas que no sepan lo que triscan sus maridos, ni tantos tesoreros robando a sus empresas sin que los jefes se enteren, ni tantos caciques regionales abocados a una dimisión tardía, dañina y poco creíble, mientras dejan a sus vástagos en el cargo hereditario que un partidismo mezquino les resguarda.
Es esa ilusión, fabricada por la tenacidad de aquellos que recogen la toalla mil veces tirada, la que nos garantiza el pellizco de futuro al que aspiramos. Puede ser una ilusión ingenua, que no admite la prueba física de la gravedad, pero en su fabricación estriba nuestro único destino posible. El ánimo para volver a arremangarse después de pronunciar, extenuados, por penúltima vez: qué estafa.
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