El Twanguero: “Hay que volver a bailar en los conciertos”
El guitarrista Diego García combina rockabilly y chachachá tras investigar las músicas de las Américas anglosajona y latina
Llega un día en que un artista quiere volar por su cuenta, aunque para eso tenga que pedir a sus fans que se rasquen el bolsillo en esas colectas que ahora se llaman crowdfunding. El talento con la guitarra de Diego García, El Twanguero (Valencia, 1976), lo han aprovechado artistas como Andrés Calamaro, Santiago Auserón, Jaime Urrutia o Fito Páez, que se hicieron acompañar por él en el estudio y en los escenarios. Desde niño maneja las seis cuerdas, muy joven despuntó con el rock y el blues, recorrió mundo con su maleta para empaparse de músicas y ahora promete que se centrará en su carrera en solitario, aunque ya no haya voz en sus discos, porque es su Gibson la que habla por él. Con virtuosismo, pero sin filigranas de más. Con dominio del twang, peculiar sonido nasal (como si las guitarras tuvieran nariz), del primer rock y del country que le valió el apodo. Y cruzando lo anglosajón y lo hispano con desparpajo. “Creo en el folclore más que en las academias. Porque yo fui a la academia, pero me hice en la calle”, afirma a modo de declaración de principios.
El Twanguero se considera un nómada. Su carrera como solista da fe de su búsqueda de las raíces sonoras de cada tierra en que se instala: tiene su álbum neoyorquino (The Brooklin Sessions), otro bonaerense (Argentina Songbook) y ahora, tras una estancia entre México y California, lanza Pachuco (Warner), en el que su tendencia al rockabilly abraza el mambo y el chachachá, como hacían los hispanos que emigraron a EE UU de los años cuarenta y cincuenta.
Instalado por no se sabe cuánto tiempo en Madrid, su rincón de trabajo favorito es el estudio de Candy Caramelo, compañero de aventuras con aquellas estrellas, bajista también con vocación de solista y productor de Pachuco. Al sur del río Manzanares se encuentra este coqueto apartamento en dos alturas: arriba es una vivienda; abajo se aprovecha el escaso espacio para que quepan infinidad de guitarras, un piano eléctrico, una batería básica, una cabina como de teléfono, un viejo gramófono y un bonito micrófono que remite a aquella edad dorada. En las paredes, falsa piel de leopardo, un póster de Elvis Presley y portadas de ídolos de ambos: Springsteen, Sinatra, Lou Reed, los Stones. Asoman compactos de AC/DC; no encontraré ninguno de Rihanna, admiten.
Las referencias de El Twanguero incluyen a Link Wray y al cubano Dámaso Pérez Prado, figuras de las Américas de los cincuenta, pero él niega el componente nostálgico. “No hago revival, son mis experiencias las que me han llevado hasta aquí. En México y Estados Unidos me ha interesado el choque de culturas, la cuestión social de lo latino. Y he querido dar a eso una nueva visión. Lo mío es antropología cultural, no una moda”. Lo que sí echa en falta de los años del mambo, reconoce, es que el público baile en los conciertos. Y adora aquella estética elegante y arrogante de los pachucos.
Viajar por América le ha enseñado a ser humilde: allí músicos de gran talento se mueven mucho en busca de oportunidades. “Creo que viajar es el antídoto contra los paletos que se creen el centro del universo”, sentencia. ¿Adónde le va a llevar tanta exploración sonora por los sonidos americanos del norte al sur? “Algún día, cuando no me queden más ganas de viajar, tendré que filtrar todo eso en un disco”. Pero su próximo proyecto va a ser el más español. “Me estoy juntando con músicos gitanos y de ahí saldrá algo”. ¿Flamenco esta vez? Ese género ya le dio una satisfacción como productor e intérprete en el disco de Diego el Cigala Romance de la luna tucumana, que ganó un Grammy Latino en 2013. Pero no solo hay flamenco en la tradición española que da vueltas en su cabeza: Albéniz, Rodrigo, la copla. Veremos en qué acaba.
Sostiene que el rock español no ha sabido conectar con el público internacional, y que haría bien en asumir esa tradición y renovarla para “llevarla hasta Glastonbury”, el más masivo festival de rock inglés. Él da ejemplo de mestizaje sin complejos y volará al día siguiente a Fráncfort para un mano a mano con Tony Iommi, mito del heavy con Black Sabbath, en un acto de su marca de guitarras. El pasado sábado actuó en Madrid, en Festimad Open, y el 9 de mayo estará en el Womad de Cáceres.
Ya no quiere oír hablar de tocar para otros, aunque sabe que en algún momento sonará su teléfono. “Creo en mí, aunque este camino es más duro”. Su guitarra ya no va a acompañar otras voces. Él se defiende con su propia garganta en los conciertos, pero es consciente de que no es eso lo que le hace diferente. La guitarra sí. Y ese lenguaje, ha comprobado, se entiende y emociona hasta en Japón. Que hable el twang.
Cuestión de gustos
1. ¿En qué disco se quedaría a vivir? En cualquiera de Paco de Lucía.
2. ¿A qué artista de todos los tiempos invitaría a cenar? A Bob Dylan.
3. ¿Qué encargo no aceptaría jamás? El de alguien a quien no me crea artísticamente. Cualquiera muy mainstream.
4. ¿Qué disco no pudo terminar? Lo intenté y no pude con los Black Keys.
5. ¿Qué hizo el último fin de semana? Volvía de Los Ángeles tras actuar allí, en San Diego y México.
6. ¿Qué está socialmente sobrevalorado? La imagen.
7. ¿A quién daría un premio? A José Mercé.
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