Subastísimas
Cabe preguntarse qué podrá pasar si los grandes compradores dejan de tener dinero o dejan de querer invertirlo en arte
Cada vez que alguna de las grandes casas de subastas anuncia una de sus grandes ventas, el mundo parece temblar, y no deja de ser curioso: para la inmensa mayoría de las personas y las instituciones, lo que pase esa tarde en la exclusiva sala londinense o neoyorquina es poco trascendente. De hecho, que un van gogh, un cézanne o un monet —el superventas en las últimas subastas— alcancen precios astronómicos importa sobre todo a los que tienen acceso a estas obras, que desde luego no son los museos, cuyos presupuestos no pueden competir con las nuevas grandes fortunas.
No en vano desde las instituciones se quejan a menudo de la presión que este tipo de ventas suponen, pues no sólo no pueden comprar obras que merecerían tal vez estar en sus colecciones, sino que a veces, y para salir del atolladero económico en el cual se encuentran, pueden tener la tentación de sacar a la venta alguna obra de sus fondos —ocurrió con el Museo de Detroit cuando, acuciado por las deudas de la ciudad, estuvo a punto de vender su colección, si bien el disparate fue frenado a tiempo—. Vender el patrimonio colectivo es un poco vender el alma y, sobre todo, una mala inversión, porque el dinero, ya se sabe, se acaba rápido.
Tal vez por este motivo, las obras clásicas que salen a subasta no suelen ser del todo emblemáticas, dado que ninguna institución se desharía de sus trabajos "especiales". Así, ventas como Los jugadores de cartas, de Cézanne, adquirido por la familia real de Qatar, son siempre excepcionales, a pesar de que las obras más buscadas —como siempre, las de los impresionistas— despiertan pasiones insondables sean de la calidad que sean. Lo importante es poseer ese monet, incluso no siendo de primera fila. De modo que se compran grandes marcas europeas a precio de oro, poniendo sobre el tapete el problema esencial: ¿no se trata de otra trampa de la globalización?
Y las cosas se complican más si cabe al hablar del arte contemporáneo, territorio donde algunos artistas alcanzan precios inusitados desbaratando el ecosistema artístico. Aún recuerdo una subasta de arte actual de América Latina a finales de los noventa en Nueva York, la primera gran subasta procedente de un propietario arruinado: todos los coleccionistas aguantaron la respiración mientras duraban las pujas. ¿Y si las obras salen por un valor inferior al de adquisición? La historia tuvo un final feliz, pero puso el dedo en la llaga sobre un tema complejo: ¿quién hace que las obras suban o bajen, a veces estrepitosamente? Sea como fuere, las ventas de arte actual a menudo están más cerca de la especulación que de la calidad que las instituciones públicas o corporativas y privadas deben buscar. Por eso es mejor comprar jóvenes artistas a buen precio… y esperar a que el tiempo —o el mercado— los coloque en su lugar.
En cualquier caso, y mientras el mundo financiero se tambalea frente a la posible salida de Grecia del euro o los precios a la baja del petróleo y el modo en el cual estas circunstancias pueden afectar a las economías mundiales, los impresionistas siguen impertérritos con sus precios de estratosfera. Pese a todo, cabe preguntarse qué podrá pasar si los grandes compradores dejan de tener dinero o dejan de querer invertirlo en arte, puesto que los mayores inversores llegan ahora desde Rusia —parece que en recesión— o los países del Golfo, sumergidos en plena crisis del petróleo. Aunque siempre habrá, en algún lado, ese 1% para el cual, en el fondo, se organizan las grandes subastas. Siempre habrá alguien con dinero suficiente para llevarse a casa un monet o un picasso de museo por esa cifra que un museo ya no puede pagar.
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