¿Cómo se puede fomentar la lectura?
Lo que exige una sociedad mercantil es consumidores antes que lectores. Las campañas, fracasadas, pecan de paternalismo y clasismo
Consumidores, no lectores
Por ALBERTO MANGUEL
“Mis hijos no leen. ¿Cómo hacer para que lean?”. Más allá de la falsa nostalgia que nos hace creer que en nuestra lejana juventud todos éramos lectores (en mi colegio, éramos apenas dos o tres los que nos apasionábamos por los libros), la angustiada pregunta refleja un cierto desasosiego frente a la pérdida de un arte que, si bien no era tan común como pensamos, al menos gozaba de un prestigio que ya no tiene hoy en día. Quizás, en lugar de tratar de hallar métodos y estrategias para fomentar la lectura, debiéramos preguntarnos por qué leer ha perdido su antiguo prestigio.
Una sociedad de lo escrito necesita, para subsistir, ciudadanos que sepan leer: esto es obvio. ¿Pero qué queremos decir con “saber leer”? Conocer el alfabeto y las reglas gramaticales básicas de nuestro idioma, y con estas habilidades descifrar un texto, una noticia en un periódico, un cartel publicitario, un manual de instrucciones… Pero existe otra etapa de este aprendizaje, y es ésta la que verdaderamente nos convierte en lectores. Ocurre algunas afortunadas veces, cuando un texto lo permite, y entonces la lectura nos lleva a explorar más profunda y extensamente el texto escrito, revelándonos nuestras propias experiencias esenciales y nuestros temores secretos, puestos en palabras para hacerlos realmente nuestros. ¿Por qué entonces nuestros programas educativos se detienen en la primera etapa de este aprendizaje? ¿Por qué las campañas en favor de la lectura dan tan ínfimos resultados? ¿Por qué no somos capaces de crear más lectores verdaderos?
La pregunta no puede hacerse de forma aislada, porque el problema de la enseñanza de la lectura se inserta en el problema mayor de los valores de la sociedad en la que vivimos. Julio Cortázar lo explicó así: “Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta”. La llave que nos permitiría crear lectores es la misma que protege los valores de la sociedad en la que vivimos. Y si esos valores alientan a lo fácil, lo rápido y lo superficial, no podemos pretender que también alienten lo difícil, lo lento, lo profundo, las calidades que definen el arte de leer.
Somos una sociedad mercantil que necesita, para seguir existiendo, consumidores y no lectores. La lectura inteligente y detenida puede alentar la imaginación y fomentar la curiosidad y, por lo tanto, hacer que nos neguemos a consumir ciegamente. Es por eso que Christine Lagarde, ardiente defensora de las sociedades de consumo, cuando era ministra de finanzas durante el Gobierno de Sarkozy, dijo a sus conciudadanos que se quejaban de la crisis: “Trabajen más y piensen menos”. Madame Lagarde sabía muy bien que un pensador nunca sería un buen consumidor.
Alberto Manguel acaba de publicar Una historia natural de la curiosidad (Alianza).
Leed, idiotas
Por ELENA MEDEL
El Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM lanzó la semana pasada una campaña de fomento de la lectura, Perrea un libro, que resume sus aspiraciones en la certeza de una de sus intervinientes: “Todo lo que venga con el reguetón es bueno, todo lo que venga con la lectura es bueno”. El vídeo contrapone la soledad de una biblioteca, aliñada con piano melancólico, con una discoteca en la que se perrea bien perreado, con su mucho de golpe de pelvis contra la desembocadura del sacrosanto y su machacona base rítmica y su señor enfadadísimo que en realidad canta al goce y al carpe diem. Baby Killa y DJ Chango han producido una canción basada en el libro Tren subterráneo, de Fernando Curiel, para apoyar la campaña. Perrea un libro se une a otros gestos recientes —una lectura de poemas a cargo de hombres desnudos en Berlín, o los admiradores que comparten fotos de sus socialités preferidas acompañándolas de versos de Blanca Varela o Emilio Alonso Westphalen— que subrayan que, ante el fomento de la lectura, muchos se apuntan al palo de ciego.
Porque sobre el fomento de la lectura, y sus caminos, y sus problemas, deberían opinar quienes pelean día a día: los profesores de colegio e instituto, los bibliotecarios. Los primeros necesitan planes realistas y herramientas de nuestro siglo, con la definición de quienes conocen la materia, y no currículos dictados por quienes no han pisado un aula; los segundos, dinero para nutrir las bibliotecas de fondos y coordinar actividades que sí que funcionan, porque ya lo han comprobado. El problema de campañas como Perrea un libro —cuyos responsables aclaran, tras el escarnio, que no buscaban animar a leer, sino impulsar el debate en torno a la lectura— reside en el paternalismo, en ese empeño por fijar una diferencia clasista entre quienes deciden leer y quienes deciden no leer. La escena final del vídeo, en la que la obra de Fernando Curiel circula entre los asistentes a la fiesta —no se me ocurre lugar más adecuado para la lectura que entre bafles y copas y cuerpos—, revela su condescendencia.
Así, con esa superioridad y con esa distancia, no se fomenta la lectura. No se fomenta la lectura en un salón de actos con cientos de adolescentes aburridos, escuchando poemas a los que jamás se acercaron antes y que les suenan escritos en un idioma raro, que desconocen; tampoco me creo que alguien lea porque se cruce con un anuncio en la televisión o con un vídeo en YouTube. No se fomenta la lectura obligando a los alumnos a acercarse a libros que nada tienen que ver con aquello que les interesa, y tampoco imponiendo títulos blandos que cuestionen su inteligencia. Sí se fomenta la lectura, creo, escuchando a los expertos verdaderos: a quienes trabajan con los futuros lectores y saben de los aciertos y los fallos. Y confiando en la inteligencia de aquellos a quienes apelamos, no tratándoles como a pobrecitos ignorantes cuya vida encauzaremos con los libros. Porque les transformarán, claro, pero la decisión libérrima de permitirlo recae en ellos.
Elena Medel acaba de reunir todos sus libros de poesía en Un día negro en una casa de mentira (Visor).
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