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En el taller con Van der Weyden

Cuatro años se ha tardado en insuflar nueva vida y curar las heridas de 'El Calvario', la monumental tabla del maestro flamenco. El Prado lo celebra con una exposición histórica

Andrea Aguilar
A la derecha, José de la Fuente, restaurador de soportes del Museo del Prado, y a la izquierda, Loreto Arranz, restauradora de Patrimonio Nacional, encargada de la parte pictórica.
A la derecha, José de la Fuente, restaurador de soportes del Museo del Prado, y a la izquierda, Loreto Arranz, restauradora de Patrimonio Nacional, encargada de la parte pictórica.Gorka Lejarcegi

Sufrió un fuerte golpe en la rodilla, resultado de una grave caída. Sobrevivió a un incendio. Decenas de clavos, además de un firme corsé de madera incrustado en su espalda, atestiguaban los sucesivos intentos de enderezar su postura. Las cicatrices del maltrecho cuerpo que llegó al taller de restauración del Museo del Prado hace cuatro años eran profundas. Afectaban a la misma estructura de la monumental tabla y se reflejaban en su anverso. De ahí la magulladura en la rodilla, las grietas, los despintados y repintados en la pe­netrante imagen representada de un Cristo clavado en la cruz, muerto y sin embargo lloroso, bajo cuyos brazos se ­yerguen con expresión contenida, a un lado, la Virgen y, al otro, san Juan, envueltos en agitados y voluminosos paños blancos. El Calvario, de casi tres metros y medio de altura, pintado por Rogier van der Weyden hacia 1460, había pasado por su particular vía crucis.

Su historia está hecha, entre otras cosas, de madera de roble báltico, de cola de conejo, de estopa, de yeso, de bermellón de mercurio o de blanco de plomo. En ella participan desde unos monjes cartujos belgas hasta un rey enamorado de la pintura flamenca, un pintor apodado El Mudo, el propio Velázquez o, más recientemente, uno de los seis únicos especialistas en todo el mundo en restauración de soportes en el siglo XXI.

El primer y absoluto protagonista es el pintor flamenco cuyo apellido significa pastura —aunque parece que era hijo de un cuchillero, dato sobre el que no existe una certeza absoluta, como no la hay sobre muchos otros aspectos de su biografía—. Vivió en el convulso siglo XV entre Tournai y Bruselas, y el cambio de residencia fue acompañado de la traducción de su apellido: en francés, De le Pasture; en flamenco, Van der Weyden.

Quizá el principio de esta historia arranque en los bosques de Polonia, de donde procedía el roble

Las dudas que rodean la biografía del artista son tan espesas como vivos los colores de su paleta. Su fecha de nacimiento se sitúa entre 1399 y 1400; su muerte, a los 64 o 65 años. Y la confusión viene de lejos, porque ya en su Vida de grandes artistas, Giorgio Vasari dividía (o multiplicaba, según se mire) a Rogier van der Weyden por dos.

A pesar del reconocimiento del que gozó en vida (fue nombrado pintor de la ciudad de Bruselas en 1436, y las copias de sus cuadros fueron constantes), la biografía del artista —como la del resto de los maestros primitivos flamencos— se mantiene en una zona de tinieblas y apenas despertó interés hasta el siglo XIX. El redescubrimiento e innovación de la pintura al óleo de Jan van Eyck y el estilo realista con el que los artistas del llamado Renacimiento del Norte redefinieron la pintura —estableciendo una perturbadora tensión entre el mundo real y el imaginado, entre lo sagrado y lo profano— no pasaron desapercibidos a sus contemporáneos, pero su estudio tardó varios siglos en llegar. Para entonces, las pruebas documentales eran escasas. Los archivos y registros de Bruselas ardieron en 1695, en el mismo incendio de las dependencias del Ayuntamiento que arrasó las pinturas sobre la justicia que Van der Weyden hizo para la ciudad. Unos cuantos siglos después, los bombardeos de 1940 en Tournai acabaron por arrasar el otro fondo donde es probable que hubiera rastro del artista.

Durante su vida, el concepto de autoría no estaba tan implantado como hoy día, así que Van der Weyden no firmó prácticamente ninguno de sus cuadros. Hoy solo hay tres sobre los que no se alberga ninguna duda de que son suyos: El Descendimiento, El Calvario y el llamado Tríptico de Miraflores. El impactante trío se reunirá por primera vez en el Museo del Prado desde el próximo lunes hasta el 28 de junio en una cumbre sin precedentes que celebra la conclusión del largo proceso de restauración de El Calvario. La exposición contará con un total de 20 obras, que incluyen tablas, tapices y dibujos.

Quizá el principio de esta historia habría que situarlo en los bosques de Polonia, de donde procedía el roble báltico que los comerciantes flamencos movían por Europa desde el siglo XIV hasta el XVII. Los cuadros pintados sobre aquellas maderas permiten trazar el mapa de sus rutas por Inglaterra, Italia, Sevilla y Portugal. "El corte de la madera debía ser totalmente radial, de manera que los anillos de crecimiento fueran perpendiculares al tajo, algo fundamental para la estabilidad del cuadro", explica el restaurador José de la Fuente.

En el caso de El Calvario, parece probable que Van der Weyden empleara restos de la costosa madera para fabricar el soporte. Su hijo mayor, Cornelio, había ingresado como cartujo, y este cuadro no fue un encargo, sino un regalo donado en 1460 a la cartuja de Schuet, a las afueras de Bruselas. La capilla fue arrasada poco después de que el cuadro fuera vendido en 1555 y sustituido por una réplica a cargo de Antonio Moro, el pintor de cámara de Felipe II. Aquel mismo año, en octubre, el padre del monarca, Carlos V, había abdicado y todo apunta a que fue en casa de su tía María de Hungría, gobernadora de los Países Bajos de 1531 a 1555, donde unos años antes vio por vez primera un cuadro de Van der Weyden. El flechazo fue duradero, como lo prueban las múltiples copias de sus obras que encargó, una de las cuales regaló a su niñera, Leonor de Mascarenhas.

La llegada a España de El Calvario probablemente fue menos atribulada que la de El Descendimiento. Según escribió Karel van Mander en 1604, durante su traslado esa obra sufrió un percance marítimo: "El barco que lo transportaba naufragó, pero el cuadro flotó y fue rescatado. Como lo habían embalado muy cuidadosamente, la pintura apenas padeció". La veracidad del casi naufragio no está probada, pero lo que sí es cierto es que Felipe II ordenó la restauración de ese cuadro en 1566, y de El Calvario, al año siguiente, poco después de que llegaran a El Escorial.

De las uniones abiertas de los paneles se encargó el maestre Giles; de la pintura, Juan Fernández de Navarrete, más conocido como Navarrete el Mudo. Más de 400 años después, en los talleres del Prado, José de la Fuente ha consolidado la tabla, trabajando estrechamente con la restauradora de Patrimonio Nacional encargada de la parte pictórica, Loreto Arranz Gozalo. Lucio Maire ha restaurado el marco —del que destaca la calidad del bol original— retirando todas “las actuaciones impropias”. Alicia Peral y María Moraleda —becarias de la Fundación Iberdrola y del Ministerio de Cultura cuando empezaron a trabajar en el proyecto— completan el equipo que ha trabajado en los talleres del Prado. Su coordinador jefe, Enrique Quintana, destaca el increíble avance que en los últimos 20 años ha habido: "Ni en España, ni en Europa había formación en restauración de soportes, porque no era rentable", explica. Por eso en los noventa se contó con la ayuda de un experto del Museo Metropolitano de Nueva York para acometer la restauración de El Descendimiento. Hoy, el Prado cuenta con su propio especialista y difunde su conocimiento a través del programa Panel Painting de la Fundación Getty, que aporta importantes fondos para la restauración de tablas y, a cambio, involucra a becarios internacionales en estas tareas para que se formen.

Lucio Maire es el restaurador de Patrimonio Nacional que ha trabajado en el marco de 'El Calvario'.
Lucio Maire es el restaurador de Patrimonio Nacional que ha trabajado en el marco de 'El Calvario'.GORKA LEJARCEGI

El gran tamaño de la tabla de El Calvario volvía frágil su estructura horizontal. Originalmente, los 14 paneles de casi dos metros de ancho de esta obra fueron montados con un marco en ranura y dos travesaños con puentes metálicos que permitían la dilatación y contracción de la madera. El proceso en aquel tiempo era tan riguroso que, según apunta De la Fuente, había un gremio especializado en realizar un control de calidad de las tablas y comprobar la estabilidad de la zonas de unión. Él duda que esta estructura hubiera sido aprobada.

Lo cierto es que el asunto de los gremios resultó ser algo particularmente pertinente y delicado en la ciudad de Tournai. Las disputas entre Francia y el Ducado de Borgoña por el control de la ciudad se tradujeron en revueltas y enfrentamientos: la alta burguesía era proborgoñesa; los artesanos, profranceses. Parece ser que, tras una primera estancia en Bruselas, el pintor, casado con la belga Elisabeth Goffaert, regresó a Tournai y a la edad provecta de 27 años ingresó en el taller de Robert Campin, el Maestro de Flandes. Los aprendices normalmente ingresaban a los 13 o 14 años, pero parece probable que él trabajara antes con Hubert van Eyck (hermano del gran Jan). Puede que a Van der Weyden le pillara un cambio en las normativas gremiales de la ciudad, que obligaban a pasar un mínimo de cuatro años en un taller, y que por eso volviera a trabajar por cuenta ajena. Sea como fuere, en 1432 recibió el título de maestro.

El cuadro no fue un encargo, sino un regalo donado en 1460 a la cartuja de Schuet, a las afueras de Bruselas

La profundidad y maestría de sus obras, donde sentimiento y forma, realismo y fábula cobran una intensa y conmovedora vida, revalidan sin duda ese título siete siglos después de su muerte. Al naturalismo flamenco, Van der Weyden, hombre pío y buen conocedor del dogma cristiano, añade misterio, volúmenes escultóricos y una puesta en escena teatral de turbación barroca. Ese palio rojo que sirve de fondo a El Calvario tiene algo sereno, en comparación con la agitación de El Descendimiento. Si frente a esa obra uno —como el personaje de la novela de Ben Lerner en Saliendo de la estación de Atocha— debería llorar, puesto que casi todas las figuras representadas derraman lágrimas, El Calvario quizá invite a rezar. En El Descendimiento nace la representación de la compasión —la pasión compartida de la Virgen que reproduce la misma postura que su hijo muerto—, y en El Calvario sus monumentales figuras abren espacio para una serena reflexión. Así lo sostiene el experto británico y comisario de la exposición del Prado, Lorne Campbell: "Esta obra representa el último alegato de Van der Weyden. En ella plasma esas tres figuras sobre las que había pensado durante años".

En la restauración acometida en los últimos tres años, el principio también ha sido el soporte. Hubo que retirar las telas, limpiar e incluso desmontar los paneles. Se quitaron las rígidas estructuras añadidas en la restauración de mediados de los años cuarenta del siglo XX en el Prado, los clavos, los puentes, todo. La madera respiró. Luego, José de la Fuente ideó un sistema no invasivo para consolidarlo e introdujo milimétricamente injertos de maderas centenarias para arreglarlo. "Las cuatro premisas de las que partíamos eran que había que adaptarse a la curvatura, a los movimientos tridimensionales, a la deformación del cuadro y había que repartir el peso en un soporte secundario". Este último elemento se ha convertido en un bastidor de madera de sitka —usada en la construcción de barcos— que, a través de un sistema de tacos que a su vez sostienen tornillos de nailon y muelles, consolida la parte trasera como si se tratara de una malla mágica. Luego, le llegó el turno a la pintura. Arranz limpió las resinas naturales y los añadidos, trabajó en la entonación cromática con base de acuarela.

Felipe II ordenó la restauración de El Calvario, en 1577 poco después de que llegara a El Escorial

El Calvario y El Descendimiento permanecieron juntos durante siglos en El Escorial. Primero, en la sacristía; luego Velázquez reordenó la colección y los llevó a la librería del coro en 1656; sobrevivieron al incendio de 1671 —que dejó algunas diminutas pompas en su pintura— y acabaron en el museo del palacio. En 1939, cuando El Descendimiento volvió de Ginebra tras la Guerra Civil, fue al Prado. El verano pasado, Patrimonio Nacional cursó una reclamación. Pero mientras se resuelve esa cuita, los cuadros del maestro Van der Weyden volverán a encontrarse y se enfrentarán con el Tríptico de Miraflores, que se llevó el general francés Jean Barthelémy Darmagnac durante la invasión napoleónica y ahora viaja desde el Staatliche Museen de Berlín.

El escritor Tzvetan Tódorov, en su ensayo sobre la pintura flamenca, apunta que hay que fijarse en la individualidad de lo que representaron (momentos muy concretos); en la individualidad de a quién representaron (rostro con barba de varios días, ojos llorosos); y en el potente simbolismo de las imágenes. Pero el maestro flamenco de los dos nombres apuntó aún más allá: "Rogier pinta la esencia, no una apariencia concreta". 

Rogier van der Weyden (h. 1399-1464). Museo Nacional del Prado. Madrid. Del 24 de marzo al 28 de junio de 2015.

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Sobre la firma

Andrea Aguilar
Es periodista cultural. Licenciada en Historia y Políticas por la Universidad de Kent, fue becada por el Graduate School of Journalism de la Universidad de Columbia en Nueva York. Su trabajo, con un foco especial en el mundo literario, también ha aparecido en revistas como The Paris Review o The Reading Room Journal.

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