El largo trazo de la pluma
La fascinante y bien documentada ruta que propone el calígrafo y exmonje británico Ewan Clayton repasa la evolución del alfabeto latino, desde el pincel hasta los píxeles
Hay muchos libros llamados Historia de la escritura que recorren todos los procedimientos usados para registrar las palabras, del cuneiforme a los caracteres chinos. Pero éste tiene un objetivo más restringido, y mucho más ambicioso: la evolución del alfabeto latino desde los grafitis pompeyanos hasta la imprenta, desde el pincel y la pluma hasta los píxeles.
La perspectiva del británico Ewan Clayton es muy especial. Calígrafo de profesión, aprendió a tallar letras sobre piedra, pasó años de su vida como monje, recreando las tareas de sus antecesores copistas; y llegó a ser consultor para Rank Xerox. Esta perspectiva única, la comprensión integral de qué constituye el acto de la escritura, unido al manejo sensible de una bibliografía riquísima, hace de esta obra una joya. Ilustrará a quienes se interesen por las inscripciones monumentales y los manuscritos medievales, pero también a quienes quieran conocer la evolución de la imprenta o la tipografía digital.
En un momento como el actual, en el que se discute incluso la pertinencia de enseñar la letra manuscrita a los niños (pretendiendo que bastaría con hacerles usar un teclado), la obra de Clayton explica el valor de la caligrafía: no el arte de escribir con florituras, sino como herramienta y expresión personal de los ciudadanos.
Toda la obra lleva el rastro del saber artesanal. Por ejemplo, el pincel que crea los carteles electorales en los muros de Herculano es el mismo que pinta en la piedra las hermosas mayúsculas romanas para que luego sean esculpidas. Su punta cuadrada explica la alternancia de líneas gruesas y finas que acabarían viajando hasta nuestras pantallas. El monje que fue Clayton está atento al dato de la producción en los scriptorium: dos miniaturas por semana. Y la observación de cuál sería la disposición del pupitre y la postura que mejor favorecería el trazado de las letras se ve complementada por un dato necesario: la aparición de las gafas, a mediados del XIV. Pero al lado de los libros sacros, también contempla la proliferación de escritos legales (ocho millones sólo en la Inglaterra tardomedieval).
La primera imprenta de Gutenberg tampoco escapa al interés del autor. Aparentemente, las letras góticas de la primera Biblia no se tallaron con punzones únicos, sino que están constituidas por un número limitado de rasgos diferentes cuya combinación genera todo el alfabeto. Las nuevas necesidades de impresión crearon formas específicas (si hemos de creer a Clayton, con el concurso imprescindible de los calígrafos), y así nacen tipos con contraformas —o espacios internos— diseñados para no cegarse con la tinta. Eneas Silvio le escribe a su amigo Julián de Carvajal que son letras “correctas y elegantes, que podría leer sin gafas”.
Como es bien sabido (pero el autor vuelve a relatarlo sugestivamente), la Reforma protestante y la reacción ante ella dispararon la imprenta. Pero mientras tanto siguió habiendo una nube de manuscritos circulando por ámbitos oficiales o privados (gracias, entre otras cosas, a un servicio de postas o correos que se estableció tan pronto como el siglo XV). El XVII y XVIII tuvieron en el manuscrito un inesperado aliado en los libelos y panfletos que burlaban la ley. Por otra parte, las nuevas ciencias experimentales llevan consigo la escritura personal de cuadernos de observaciones (Halley, Newton…). El delicado proceso en el que la forma de las letras impresas influye en el manuscrito, y viceversa, se prolonga durante siglos. Así, la regularidad de las letras de imprenta se extiende también a las escrituras manuscritas. Paralelamente, empieza a percibirse la individualidad de cada letra; para un tratado legal de 1726: “Los hombres se distinguen por su escritura casi tanto como por su rostro”.
Clayton analiza con mucho acierto la irrupción de las grandes letras impresas de los carteles publicitarios y, en general, la tipografía puesta al servicio de la comunicación de masas, como la letra diseñada especialmente para los periódicos. Pero los últimos capítulos tienen que ver, como es lógico, con la revolución digital, en la que Rank Xerox tuvo un papel pionero. El testimonio de una presentación temprana cuenta cómo, ante el novedoso ratón, los gráficos en pantalla y las impresoras, los directivos de la casa permanecieron escépticos, pero sus mujeres —muchas de las cuales habían sido secretarias— quedaron fascinadas. Y el autor recuerda cómo Steve Jobs recibió clases de caligrafía en la universidad, y atribuye a esa sensibilidad el interés de Apple desde el principio por la tipografía.
El libro original lleva un subtítulo (perdido en la edición española): ‘El hilo de oro’. La trama dorada que une la forma de las letras a lo largo de toda su historia es lo que expone, sugestiva y autorizadamente, esta obra clave.
La historia de la escritura. Ewan Clayton. Traducción de María Condor. Siruela. Madrid, 2015. 400 páginas. 30 euros (digital: 13,99).
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