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Las cuatro caras del primer plano

Construyen sus semblanzas a golpe de interpretación. Los papeles forman parte del poliédrico rostro de actores y actrices, como los de estos cuatro nominados

Vicente Molina Foix
Bárbara Lennie
Bárbara LennieCarlos Rosillo

Bárbara Lennie

Alguna de las escenas que más conmocionan de Magical Girl las interpreta Bárbara Lennie con el rostro tapado por vendas. Sólo sus ojos se ven, mientras se oye su voz quebrada, y la imagen es como una metáfora del escondido pero fascinante curso de esta película poblada de grandes actores, mujeres y hombres, entre los que Lennie quizá no sea la que más tiempo ocupa la pantalla, pero cuando lo está, y ya desde el primer momento en que aparece, electriza.

En ese arte frágil, físico y químico, y tan misterioso, que es la interpretación, siempre he creído que hay actores que te apaciguan y actores que te excitan. O por decirlo en sus propios términos, actores sosegados, que dan bonanza, y otros cuyo nervio nos pone a cien. Entre las mujeres, y por citar a dos grandes, Katharine Hepburn, aun cuando hiciera comedia de enredo y happy end, estaba siempre agitada, velocísima de dicción y de movimiento, no pocas veces encabronada, imprimiendo a las obras maestras de Cukor, y no sólo a esas, la condición febril de lo inestable. Mientras que, en la antípoda, Ingrid Bergman, trabajando con Hitchcock o con Rossellini, y aun en historias de amor y desvarío, muestra un suave recato, un fondo de quietud casi mística que nos aplaca o nos impregna a lo sumo de melancolía. Las dos tipologías producen gran arte, por supuesto, pero el arte de Bárbara Lennie es de la primera categoría.

Debutó en la película de Víctor García León Más pena que gloria (2001), donde aún era una adolescente, formando parte por tanto de esa feliz peculiaridad del cine español que es la de los niños o impúberes geniales que no pierden el genio cuando les cambia la voz y se hacen mayores: Ana Belén, Ana Torrent, Maribel Verdú, Cristina Marco, Emma Suárez, Juan Diego Botto, Fernando Ramallo, Juan José Ballesta, Aída Folch, Iciar Bollain, y me quedo corto. Su crecimiento ha sido desde 2001 portentoso. Como espectador, e incluso cuando la película que veía no me gustaba, a ella daba gusto verla. Saliera mucho o poco, allí estaba marcando un territorio propio, inconfundible, de animación contagiosa. La repartidora de La bicicleta, la fábula sostenible de Sigfrid Monleón; la chica que hace sufrir al chico en Todas las canciones hablan de mí, debut de Jonás Trueba; la lesbiana que todo lo observa en La piel que habito; la elegante reina de Stella cadente, de Lluís Miñarro, su tercera película en este año de gracia en el que está nominada como protagonista de Magical Girl y secundaria (brillantísima) en El Niño, de Daniel Monzón.

Como los buenos intérpretes que ya arrumbaron la antigua leyenda española de que un actor de teatro no funciona en el cine, Bárbara Lennie irradia su fuerza en los montajes de Miguel del Arco que he visto de ella, Veraneantes, La función por hacer, Misántropo. En los dos primeros no había escenario; todo sucedía delante y a la altura del público. En más de un momento, seducido, temí que el ímpetu de la actriz me tirara de espaldas, butaca incluida.

Javier Gutiérrez.
Javier Gutiérrez.Bernardo Pérez

Javier Gutiérrez

Uno de los aciertos de La isla mínima, el estupendo filme de Alberto Rodríguez, es el reparto de sus dos protagonistas, y la Academia, en un acto justo, lo ha reconocido nominando a los dos en la misma categoría. Esa justicia preliminar, sin embargo, no podrá ser, el día del juicio, salomónica, pues al impedir las bases del premio el ex aequo ni Javier Gutiérrez ni Raúl Arévalo podrían partir en dos la cabeza del Goya que uno u otro obtuviera, operación que por lo demás requeriría un instrumental pesado seguramente no disponible en la gala. Ambos lo merecen (sin olvidarse, por cierto, de Luis Bermejo, extraordinario en su papel de padre de una de las chicas mágicas de Carlos Vermut), pero volvamos al arranque. Gutiérrez interpreta en La isla mínima a Juan, y Arévalo a Pedro, los detectives de la sección de homicidios enviados en 1980 desde Madrid a un pueblo de las riberas del Guadalquivir para investigar la desaparición de unas muchachas. Los policías forman una pareja no muy bien avenida ni en la investigación ni en los momentos de ocio, y, desde que los actores aparecen, el público —el que haya seguido con asiduidad sus brillantes carreras— espera de ellos esa complejidad inquietante y un punto histriónica, en el buen sentido del adjetivo, que marca su "persona" dramática. En el caso de Gutiérrez, al menos para mí, más en sus memorables actuaciones teatrales, en comedia y tragedia, con la compañía Animalario de la que forma parte: La boda de Alejandro y Ana, Hamelin, ¡Ay, Carmela! En el de Arévalo, por citar asimismo tres ejemplos, el breve pero destacadísimo papel que me lo dio a conocer en AzulOscuroCasiNegro, el del joven cura timorato y neurótico de Los girasoles ciegos, y el del caballero d’Eon, el célebre espía travestido, y quizá transexual, en una larga escena de irresistible comicidad del Beaumarchaisde Sacha Guitry montado a fines de 2010 por Flotats.

Pero Alberto Rodríguez nos propone con ellos un espejismo, uno de los que abundan en La isla mínima, desde el comienzo, con las hermosas imágenes cenitales de la marisma que podrían ser naturalistas o creadas en un laboratorio digital. Ese espejismo o trampantojo que enriquece la trama criminal se basa en que de los dos policías uno esconde un pasado sombrío, una mancha, y como los dos actores son consumados estilistas de la turbiedad, nunca sabemos del todo, a medida que la historia progresa, quién lleva la razón, ni quién la culpa en las sospechas y las deducciones.

Gutiérrez, con su bigote de época más recortado que el de Arévalo, de espesor casi mexicano, es el depositario de la memoria histórica que late en este thriller. Su físico habitual de hombre ni alto ni bajo, ni feo ni guapo, ni del todo dulce ni del todo acerbo, contrasta con el de Arévalo, pero ese contraste no se corresponde manidamente con la materia del argumento y con el desenlace, un final que no contaremos aquí desde luego, y en el que el cruce del bien y el mal se da en su dudosa o incierta dimensión.

Carmen Machi.
Carmen Machi.Gorka Lejarcegi

Carmen Machi

Descubrí a Carmen Machi haciendo de hombre en un texto teatral que yo había escrito, con la inestimable cooperación del mejor dramaturgo de todos los tiempos. La cosa sucedió en el año 2001, cuando el Teatro de La Abadía le confió al director alemán Hansgünther Heyme un montaje de El mercader de Venecia en el que se utilizaba mi traducción de esa obra maestra de Shakespeare, ya antes estrenada en el CDN bajo la dirección de José Carlos Plaza. Los actores del nuevo montaje formaban la Compañía del Teatro de La Abadía, creado por José Luis Gómez, y en ese plantel excelente y para mí desconocido apareció el primer día de los ensayos una joven llamada Carmen Machi, que tenía encomendados en el reparto seis papeles distintos, entre ellos, con gran relieve, el de Lancelot Gobbo, uno de los más elocuentes, en su galimatías y su astucia, del riquísimo repertorio de los bufones de Shakespeare.

Han pasado 14 años, y no voy a caer en la impertinencia de detallarles el carrerón que ha hecho la actriz entonces revelada. Interpretando al pícaro Lancelot, Machi, enardecida por alguna de las "morcillas" germánicas aportadas por Heyme a la traducción, mostraba un humorismo corrosivo y a la vez muy llano que sus trabajos posteriores en televisión, en cine y en teatro han corroborado. Pero Machi, con su careto y su voz tan dotados para la guasa y el desgarro, no sólo sabe hacernos reír, como de sobra demuestra en Ocho apellidos vascos. Un papel desarrollado en tres escenas, cuatro años después, en el montaje de Lluís Pasqual del Roberto Zucco de Koltès, fue para mí la confirmación de un registro patético inesperado pero no menos deslumbrante. Hacía de la hermana de la chiquilla que tanto atrae al asesino, y sus dos monólogos, en la casa familiar y en la estación, tenían ese algo que el teatro suscita más que el cine: el deseo de dejarse llevar por una presencia física que uno no quiere que desaparezca por nada del mundo, ni siquiera por la lógica de la función. Mientras tanto, como es sabido, Carmen creó el personaje de Aída en 7 vidas, quiso acabar con él, no la dejaron, se marchó, volvió, resucitó, dio nombre a una secuela igual de adorada, y todo ello haciendo cine y teatro, no sé a qué horas del día o la noche.

Machi ha sido trapisondista y lady galaico-escocesa dentro del canon shakesperiano, Helena de Troya algo más que pelandusca, mujer sin piano en un Madrid fantasmal y hechizante, concejala antropófaga con Almodóvar, extremeña ávida de sexo en Euskadi, y por hacer ha hecho convenientemente hasta de quelonio en la pieza de Mayorga La tortuga de Darwin. Practica el legítimo orgullo de lo aparentemente imposible y la modestia heroica de sustituir en dos días a una indispuesta Rosa Maria Sardà para unas pocas funciones del reciente Caballero de Olmedo. Su próxima hubris, encarnar en una Antígona a otro hombre, griego y rey, se anuncia para abril. Cómica y trágica, intensa y refrescante, también se la ve cambiar de color de pelo a menudo. Yo, que soy un caballero a la antigua usanza, la prefiero rubia, pero siempre estaré dispuesto a embarcarme con ella, haga lo que haga, de morena.

Karra Elejalde.
Karra Elejalde.Vicens Giménez

Karra Elejalde

Karra es Koldo en Ocho apellidos vascos,y da gusto, naturalmente, oírle las palabras en euskera que dice y la acentuación vasca de su castellano. Es lingüísticamente lo más genuino del filme, pues Clara Lago nació en Torrelodones, Dani Rovira en Málaga, y no es lo mismo el habla malagueña que la sevillana; los dos jóvenes actores cumplen, sin embargo, en su opuesta vocalidad geográfica.

Karra Elejalde fue en sus comienzos un vasco sintomático. Película que allí se hiciera lo tenía a él en papeles cortos o largos, y la lista de sus primeros años en el cine, tras curtirse en la cantera del teatro independiente, es impresionante; Elejalde hizo actuaciones de gran fuerza, esa fuerza ruda y compasiva tan suya, en los primeros títulos de Juanma Bajo Ulloa, Alas de mariposa y La madre muerta, esta última en mi opinión una de las obras maestras de nuestra cinematografía, volviendo a ser llamado por el director para un papel distinto, muy señalado, en la gamberrada de alta gama que fue Airbag. Y otra asociación artística de calidad remarcable, la que tuvo con Julio Medem en la gran trilogía telúrica, Vacas, La ardilla roja y Tierra, un cine que no se parecía a ningún otro en aquellos años finales del siglo pasado. El actor vitoriano también estuvo a las órdenes de Imanol Uribe (Días contados) y de Alex de la Iglesia (Acción mutante), cerrando esa década prodigiosa con uno de sus personajes más originales, el del no-inventado Padre Laburu, jesuita, científico y cineasta, en Visionarios, una de las mejores películas de Gutiérrez Aragón.

En el nuevo siglo, Karra Elejalde se ha ramificado. Tras haber escrito y codirigido con Fernando Guillén Cuervo Año Mariano (ninguna relación con Rajoy), insistió en la escritura y dirección de su propio cine con Torapia, que no he visto. Su maduración como actor ha sido, en todo caso, extraordinaria, y fue ya premiada en 2010 por la Academia, que le reconoció la creatividad de un personaje dúplice, el del actor alcohólico que saca fuerzas de su deterioro para interpretar grandiosamente a Cristóbal Colón en la infravalorada También la lluvia, de Iciar Bollain. Pero hay otra injusticia reciente (2012) en su carrera, que tiene que ver con el vapuleo crítico y el tratamiento sospechosamente negativo, casi clandestino, que se le dio a Invasor, de Daniel Calparsoro, apasionante y valiente película de acción política basada en una novela de Fernando Marías que cuenta sin tapujos el caso real, no aclarado aún, al menos moralmente, de los abusos y homicidios cometidos por unos militares españoles en la guerra de Irak. En Invasor, que no tiene nada que envidiarle en empaque y audacia a los filmes bélicos norteamericanos más recientes, Elejalde alcanzaba momentos de sublime viscosidad interpretando al alto cargo del Ministerio del Interior que trata de comprar el silencio sobre lo ocurrido. Muy distinto, ya se ve, a la graciosa bonhomía del Koldo de Emilio Martínez-Lázaro. Los actores todoterreno nunca tropiezan en la misma piedra.


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