La esencia está en la máscara
El prestigio intelectual de Eugenio d'Ors fue irrebatible en la cultura catalana y gozó de todas las glorias castellanas. En castellano escribía en barroco
Es difícil saber qué era más profundo, más auténtico en este personaje, si su pensamiento o su disfraz. Toda su filosofía consistió en elevar la anécdota a categoría, un principio que podría aplicarse también a su vida, puesto que Eugenio d'Ors fue en su tiempo una fuente inagotable de anécdotas, de frases irónicas, de réplicas felices o malvadas que disparaba a bocajarro en las tertulias, y aun hoy, si uno va a buscar agua en el pozo del olvido donde permanece su sabiduría, solo puede sacar un cubo de venenosos chismes a través de los cuales su figura sobrevive. Nació en Barcelona, en 1882. Ese aire orondo y macizo, de cejas cada vez más pobladas, que fue adquiriendo a lo largo de su vida le vino de su madre cubana, Celia Rovira, nacida en Manzanillo, cuya muerte prematura, cuando Eugenio era un adolescente de 14 años, fue un golpe del que tardó en recuperarse. De su padre, José Ors i Rosal, abogado, natural de Sabadell, heredó el carácter atrabiliario. Mientras su madre le inculcaba el afán por el estudio, el padre le prohibía ir al colegio por miedo a que cogiera un virus. En cualquier caso el pequeño Eugenio iba a clase vestido con un extraño casacón que provocaba la risa de sus compañeros. El disfraz, que le venía de niño, acabó convirtiéndose en su sustancia.
Eugenio d'Ors creció en aquella Barcelona donde los anarquistas pasaban el sombrero a los peatones por las ramblas pidiendo la pequeña contribución para la dinamita, que después estallaría al paso de la procesión del Corpus y en la platea del Liceo. Los modernistas tomaban Pernod en la taberna de Els Quatre Gats, entre las sombras de Picasso, de Casas y de Nonell, que habían pasado por allí y aún permanecían en el aire. En el bar La Punyalada reinaba Santiago Rusiñol. En la tertulia del Ateneo el filósofo y humorista Francesc Pujols representaba oficialmente ese espíritu disolvente del catalán, que bascula entre el buen sentido y el disparate. Por estos tres centros de gravedad de la bohemia había pasado el estudiante de Derecho Eugenio d'Ors, cuando Barcelona era la rosa de fuego, una síntesis de obreros en alpargatas, burgueses de tortell con un divieso en el pescuezo y artistas cuyo genio consistía en llevar chambergo y un geranio en la pipa. La literatura catalana estaba infectada de un romanticismo rural y la poesía se hallaba bajo el imperio de los juegos florales. Este era el panorama cuando en 1906, Eugenio d'Ors, terminada la licenciatura de Derecho, se fue a París de corresponsal del periódico La Veu de Catalunya y comenzó a publicar aquellas notas que harían famoso su seudónimo de Xenius. Resulta que en París este periodista intelectual descubrió el siglo XVIII, como el que encuentra un aparador abandonado en la calle, y con un grado de suma felicidad se puso a la tarea de desgranar ese espíritu de la Ilustración en el Glosari, una colaboración diaria que mantuvo en lengua catalana durante 16 años, todo un revulsivo donde abrevaban los lectores con avidez. Se trataba de una forma nueva de escribir, de pensar, de sorprender e interpretar los hechos de cada día desde una perspectiva inesperada. Frente a las volutas del modernismo, D'Ors impuso la geometría grecolatina, la luminosidad mediterránea, la armonía de las ideas. Con ese clasicismo nítido pasó la escoba a un montón de desperdicios románticos, sentimentales y provincianos. Cataluña debía ser penetrada por el espíritu de Europa y a este empeño cultural Eugenio d'Ors lo llamó noucentisme y se apropió del término. Estos hallazgos de la norma, la ironía, el equilibrio, la libertad, la sonrisa y la civilización, que había bebido de los clásicos, después de haberlos pasado por Goethe, en 1912 los aplicó a un personaje de ficción, a una joven llamada Teresa, La Bien Plantada, símbolo del Mediterráneo, que resumía todas sus aspiraciones de belleza.
Llegó un momento en que el prestigio intelectual de Eugenio d'Ors en la cultura catalana era irrebatible. De regreso de París se puso al frente del Institut d'Estudis Catalans, creó una red de bibliotecas y finalmente Prat de la Riba, el fundador de la Mancomunitat, lo nombró director de Instrucción Pública. Su lengua no tenía rival en las tertulias. Pero algo no encajaba en su figura. Por una parte era el representante en la tierra de la preclara desnudez del pensamiento griego; por otra iba añadiendo cada día nuevos aditamentos barrocos a su ropaje exterior emulando a Oscar Wilde, y tampoco era consecuente con su espíritu, puesto que el enorme volumen de su vanidad no se correspondía con el ascetismo que emanaba de su literatura. Las cosas comenzaron a torcerse cuando en 1914 se presentó a la cátedra de Psicología Superior en Madrid y fue derrotado por un rival mediocre, con el único voto a favor de Ortega y Gasset. Después se metió en un lío de baja política. Muerto Prat de la Riba, su protector, hubo un desajuste de dinero en el entorno de D'Ors quien, al parecer, siendo tan devoto de Pitágoras tenía a menos aplicar la aritmética a la estricta contabilidad de la caja. Eran los tiempos en que la corrupción solo era un mal que se atribuía a las frutas. Las habas se contaban una a una. Puig i Cadafalch lo defenestró y el intelectual a medias francés y grecolatino cogió un rebote y en 1920 con el rebote cogió también los bártulos, se trasladó a Madrid y se entregó con armas y bagajes a la lengua castellana, a la política centralista y cuando llegó el momento al mismo caudillo Francisco Franco.
El Glosario se continuó publicando en el Abc y el genio se instaló en una casona de la calle Sacramento, en el Madrid de los Austrias, donde de noche su sombra lenta y maciza se proyectaba contra las paredes de los viejos palacios. Pronto comenzaron a caerle todas las glorias castellanas encima. Fue nombrado académico de la lengua y sucesivamente enmedallado. Unos de sus libros, Tres horas en el Museo del Prado, se convirtió en un vademécum imprescindible para explorar ese bosque de la estética. Dice D'Ors: la historia de la pintura se divide en dos, formas que caen y formas que vuelan y en medio está el Cristo de Velázquez. Por supuesto él era partidario de la pintura vertical, la que cae por su peso, en cambio D'Ors no hacía sino añadirse vuelos, ropajes, uniformes, hasta erigirse en un fantasma de su propio tratado de la angelología. Durante la Guerra Civil Eugenio d'Ors apareció por Salamanca. El ministro de Educación Nacional Sainz Rodríguez le encargó la fundación del Instituto de España. En castellano escribía en barroco. Leía un artículo a la criada y si esta lo entendía, murmuraba: hay que oscurecerlo. Y al final solo iba detrás de su disfraz. Si daba una conferencia sobre Goethe se presentaba en la tarima vestido de Goethe; si hablaba en público sobre José Antonio aparecía con camisa azul, correajes y flanqueado por mozalbetes de Falange con estandarte a modo de arcángeles. Su honda sabiduría se hizo cada vez más campanuda, emitida con una voz hueca e irónica. Eugenio d'Ors era un tipo capaz de echar su vida por la borda a cambio de una frase feliz, mordaz. Sabía que así se había hecho la historia. Cansado de representarse a sí mismo un día bajó de su propia peana, compró una casa en Vilanova i la Geltrú, junto a la ermita de san Cristóbal, y dejó que la vida lo fuera disolviendo hasta la muerte, un hecho que sucedió en 1954 cuando la luz del Mediterráneo que moldeó a la mujer Bien Plantada comenzó a ser vulnerada con la llegada de los turistas.
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