Todo muy de cantautor
El músico Andrés Suárez se despidió de su último disco en compañía de Javier Ruibal, Iván Ferreiro y Víctor Manuel
Salió tras una intro de gaitas. Acojonado y con el pelo suelto. Feliz. Y alguien lo llamó caballero a la puerta de un lavabo. Sonó No te quiero tanto. Y el equilibrio de la memoria de esa canción empastó con un coro de 5.000 personas que lo esperaban para despedir la gira de Moraima, el último disco de Andrés Suárez. El que lo ha empujado a agotar las entradas del espacio The Center del Palacio de Vistalegre de Madrid cuatro días antes de la fecha, la noche de este sábado 10 de enero. "Una puta barbaridad que hace que pase de la felicidad al nerviosismo y la tensión, porque hay que estar a la altura" aseguraba dos días antes en el salón de un hotel en Madrid.
Él nunca quiere saber cifras. Tocó durante cinco años en Libertad 8 con una persona entre el público: "Julián, al que le debo 1.000 días porque él me regaló 1.000 noches". Cuando una de esas noches llegaron 82 personas, perdidas en una excursión, él entonó con la misma fuerza, "y creí ser Bon Jovi". Anoche, con el aforo completo, no pudo evitar la emoción. Y no fue el único. En la pista, las lágrimas barnizaban las mejillas; y el dueto entre el público y él fue continuo. Con más de un solo por parte de aquellos que habían conseguido entrada para esa despedida. "De este disco, porque lo mejor siempre está por llegar", sonreía Suárez. De México, Argentina o Suiza, allende la frontera española. Y seguidores de casi todas las provincias de la península, "también las Islas Canarias y las Baleares. ¿Cómo le devuelvo a toda esa gente lo que me han dado durante 17 años? ¿Y ahora? Con la que está cayendo, gente que ya me ha visto en otros lugares y que ahora vienen solo para decir adiós al disco. Son ellos los que han conseguido esto".
"Tengo pánico al tiempo que voy a pasar fuera de los escenarios", reconoce el músico
En ese camino, de Ferrol -dónde nació en 1983- hasta la pasada noche en Madrid, donde llegó un día de 2001 para tocar en el Metro, no son pocos los que han pisado escenario con él. Los que en algún momento le echaron una mano. Los que le abrieron la puerta. Algunos de ellos compartieron escenario en esa despedida. Vanesa Martin, el maestro desconocido Javier Ruibal, un eléctrico Iván Ferreiro. Y Víctor Manuel, con el que compartió la historia de Rosa y Manuel, una melodía entonada al alzheimer que enmudeció por momentos el Palacio. Nunca al cantautor de la melena, aunque fuera un miedo latente antes del concierto: "Me pregunto si podría ocurrirme eso. Aunque a lo que sí tengo pánico es al tiempo que voy a pasar fuera de los escenarios". No tanto como él creía.
Casi en la recta final del concierto, anunció lo que parecía que él mismo acababa de conocer. "Este lunes comienzo la grabación de mi próximo disco". Ya no podrá marcharse a casa para curar su mamitis con albariño y paseos por la playa con su perro durante cuatro meses, que es lo que tenía en agenda hasta el pasado jueves. "Luego nunca sé cuánto voy a durar en casa, es una necesidad física, necesito volver al escenario". Algo que calcula que podría llegar en verano. Con el sol, que es como él vive ahora. "Levantándome a las siete de la mañana para tomar un café. Antes llegaba a esa hora".
Durante aquella época en Libertad 8, dónde entró una noche y no salió hasta cinco años después como a él le gusta recordar, vivió a oscuras. "Viví y sufrí mucho". Sea eso quizás lo que alimenta la electricidad entre él y quienes corean sus canciones. "Yo no soy capaz de escribir el polvo de la semana que viene, ni una mirada en algún lugar dentro de un mes. Todo lo que canto sucedió". Sí. Todo muy de cantautor. Real, también.
320 días la escribió llorando sobre un papel, mirando fotografías y flagelándose. "Pues eso, todo muy de cantautor". Tres meses encerrado en su casa del barrio de Lavapiés, persiana baja, y 60 canciones sobre un único tema: alguien que se había marchado. "Ahora pienso que lo que tendría que haber hecho es alegrarme por lo que viví. Lo que yo aprendí no lo sabe nadie. Pero no me arrepiento de haberlo vivido. Aunque sí de haberme maltratado tanto". Asegura, entre sonrisas, que conoció los límites del amor: "La amé más allá del más allá y más allá de las canciones. Y ahora, aunque parezca un coñazo, esas son las canciones que más gustan a la gente". Dice que no es distinto a nadie, que su única suerte es la de escribirlo.
Lleva haciéndolo desde los 14. Quizás antes. "Llevé la pubertad fatal. Me enamoraba cada día y nadie me hacía ni puto caso. Llevaba camisetas de Extremoduro o Sepultura, pero en mis cascos sonaba Juan Luis Guerra, Enrique Urquijo, Antonio Vega, Pablo Milanés, Víctor Manuel...". Ellos fueron sus maestros, a quien ha aprendido a no imitar, pero sí a empaparse de ellos. Al lado de algunos de ellos, continúa ahora su camino. "Sigo viviendo al límite, pero de otra manera. Me concentro en estar vivo. Se nos va tanta gente de golpe, tanta sin avisar... vivo cada segundo. Aunque ahora ese segundo sea un café con un amigo o un paisaje".
Él, de graves reverberantes, quiere para ese próximo disco algo más que no sea el adiós de un nombre. "Todo tiene una canción, y quiero que parte de mi trabajo esté dedicado a otros ojos que no sean esos ojos", cuenta. "Están ocurriendo muchas cosas. Y cuando empezó a crecer aquel hermoso movimiento en la Puerta del Sol, yo estaba ocupado mirándome el ombligo por mi propio duelo emocional. Nunca canté a la plaza aunque estuve allí". Parece que ahora es su momento. El del pasado sábado por la noche aseguró que era uno de los mejores de su vida. Se despidió con dos sonrisas y dos bises. El último, ese acorde de paso que, sin haber llegado al año, le arrebató la vida. Se cubrió la cara con las manos, se tiró sobre el escenario, y bajo el peso de todos sus músicos, lloró.
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