París homenajea a Ford, el más grande
La Cinemateca francesa dedica un ciclo de 80 películas al director de 'El hombre tranquilo'
Siempre hay infinitas razones para ir a París, pero cualquier amante del cine se sentirá en el cielo si tiene la suerte de poder vivir en esa ciudad desde diciembre de este año a febrero del próximo. Por supuesto, también tendrá que disponer de ilimitado tiempo libre. A cambio de ello, podrá ver en la Cinemateca francesa la exhibición más completa que se ha hecho de la obra de un tipo que se llamaba John Ford. Fue un hombre público pero también muy secreto. Para empezar cuentan sus biógrafos que fue bautizado con el nombre de John Martin Feeney, aunque él aseguraba que se llamaba Sean Aloysius O’Fearna, pero para dejarse de líos decidió al comienzo de su carrera que iba a llamarse Jack Ford.
Los datos sobre la magnitud de su obra no se ponen de acuerdo, pero los más fiables aseguran que dirigió alrededor de 140 películas. Gran parte de las que realizó en el cine mudo se han perdido o quedan restos de ellas, pero la Cinemateca se las ha ingeniado para proyectar 80. Y sabiendo que en Francia siempre se han tomado en serio la cultura, eso que los cretinos con poder consideran prescindible, deduces que esta retrospectiva será exhaustiva y grandiosa. La acompañan documentales sobre Ford, películas firmadas por otros en las que echó una mano y alguna otra en la que no finalizó el rodaje, vídeos con testimonios de gente que le trató de cerca, conferencias, libros. Imaginas el mimo y la perfección con los que estará tratado un hombre que cuando le preguntaron al genial y egocéntrico Orson Welles el nombre de sus directores favoritos dijo algo tan rotundo, aunque también discutible, como: “El cine es John Ford, John Ford y John Ford”. También era el ídolo de Ingmar Bergman, un hombre que hizo un cine en las antípodas de Ford. Y no conozco a ningún cinéfilo auténtico que no haya sentido emoción extrema ante alguna película de ese artista inmenso que se ponía muy nervioso o respondía con socarronería cuando alguien le atribuía esa evidente condición, que cuando se presentaba en público afirmaba con sequedad conceptual: “Me llamo John Ford y hago westerns”. Y todos los espectadores de su cine podrían haber añadido que en esos westerns y en otros géneros que tocó contó mejor que nadie la historia épica, compleja, sentimental, violenta y lírica de Estados Unidos.
En esos westerns y en otros géneros que tocó contó mejor que nadie la historia épica, compleja, sentimental, violenta y lírica de Estados Unidos
En el libro que dedicó Peter Bogdanovich a Ford, alguien que le conocía bien, como era James Stewart, le confesaba a Bogdanovich: “Coge todo lo que hayas oído decir, todo lo que hayas oído decir en tu vida, multiplícalo por cien y seguirás sin tener una idea de John Ford”. Pero esa personalidad proteica resulta transparente viendo su obra. Respira verdad, es duro y sentimental, le gustan las causas perdidas y los personajes solitarios que lo tienen crudo, pero también sabe transmitir como nadie los ambientes familiares, la camaradería jocosa, los momentos exultantes y divertidos de la comunidad, sabe que los héroes tienen anverso y reverso, sabe introducir toques de humor y de comedia incluso en sus películas más trágicas, describir con tanta naturalidad como potencia todo tipo de sentimientos y de matices, crea sensación de vida, hace cine como respira, su nombre no aparece en los guiones pero está abrumadoramente claro que introduce en todos ellos su universo, y el mundo fordiano sería inmediatamente reconocible aunque no existieran los títulos de crédito, incluso en sus películas menos logradas siempre existe un momento, una secuencia, un personaje que llevan el inimitable sello de su creador.
Desconozco la obra muda de Ford, pero ante la sonora me cuesta elegir mis favoritas entre tantas obras maestras. Con el cine de Billy Wilder me ocurre lo mismo. Y con pocos más. Hace tiempo que no he vuelto a ver algunas películas fordianas de las que tengo un recuerdo grato, pero a mi vida le faltaría algo fundamental si al menos una vez al año no revisara las que más amo de este director.
Soy feliz, me río, tengo la sensación de estar viviendo un sueño precioso, me enamoro de Maureen O’Hara, daría cualquier cosa por ser amigo de Wayne cada vez que veo El hombre tranquilo, aunque me la sepa de memoria. Siempre se me humedecen los ojos en la despedida final de Tom Joad y su madre en Las uvas de la ira, cuando esta afirma algo tan improbable y conmovedor como: “No podrán acabar con nosotros, porque somos la gente”. Creo que jamás he visto a una mujer tan guapa y sensual como Gene Tierney en esa película tan insólita y deliciosa titulada La ruta del tabaco. Y cómo no admirar y compadecer al racista y heroico Ethan Edwards cuando en el plano final se cierra la puerta de la casa y él se queda solo y a la intemperie bajo el sol después de haber pasado gran parte de su obsesiva existencia buscando a la niña que raptaron los indios. Y qué odisea tan dura y tan triste es la del engañado pueblo cheyene en El gran combate. Pero aún me resulta más desoladora la historia de Tom Doniphon, monarca legendario del viejo Oeste, que debe matar desde la oscuridad y a traición al otro gallo del corral, al salvaje Liberty Valance, sabiendo que al hacerlo perderá a la mujer que ama y que le ama, que su supervivencia será tan crepuscular como solitaria, que la civilización y los jardines de rosas sustituirán a su mundo y a las flores de cactus.
La última imagen del cine de Ford también me estremece. Es la borracha, deslenguada, cínica, generosa, maravillosa doctora Cartwigh tomándose el veneno que también ha administrado al mal bicho que ha acorralado a su misión y diciéndole: “Adiós, bestia”. ¿Que a qué huele el cine de Ford? Huele a humanidad. Es de verdad.
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