Los dictados del ocaso
Los epitafios componen una extraña antología de fantasmas
Nos cuesta despedirnos. Hay en cada despedida la secreta sospecha de que ésta será la última, y cuando la última llega, tratamos de seguir despidiéndonos para permanecer en el umbral el mayor tiempo posible. No nos resignamos a ausencias definitivas. No queremos creer en el poder absoluto de la muerte. Solo la incredulidad nos consuela.
Séneca, quien habiendo leído a los estoicos griegos dio pero no siguió sus propios excelentes consejos, anota que la muerte no debe espantarnos: “No es que tengamos poco tiempo”, le escribe con lenguaje de banquero al administrador de granos Paulino, “sino que lo malgastamos. La vida es lo bastante larga y nuestra porción lo bastante generosa aún para nuestros más ambiciosos proyectos, si la invertimos con cuidado”. Tales conceptos, por supuesto, no eran nuevos en el primer siglo de nuestra era. Desde tiempos antiguos, los romanos concibieron un más allá condicionado por nuestro comportamiento en vida. Virgilio (Eneida, VI) fue quizás el primer autor romano en otorgar a ese lugar una geografía precisa, con sus puertas de entrada, su antesala, su sitio de castigo y sus Campos Elíseos, el todo habitado por los muertos que siguen hablando y existiendo.
Cicerón, en sus Tusculanas, opina que “en la muerte seguimos sintiendo, y que cuando los humanos dejan esta vida no son destruidos al punto de morir del todo”, esperanzada idea que un epigrama del Corpus Inscriptionum Latinarum resume bellamente así: “Soy ceniza, la ceniza es tierra, la tierra es una diosa, por lo tanto no estoy muerto”. Dogmas religiosos, legislaciones cívicas, éticas y estéticas, altas y bajas filosofías, la mística, todo depende de este límpido silogismo.
Si los muertos “no son destruidos al punto de morir del todo”, entonces conviene mantener con ellos una cierta relación, un cierto diálogo, hablar con ellos y hacerlos hablar. Las primeras tumbas del paisaje romano fueron etruscas, preciosamente decoradas con escenas de fiestas funerarias y retratos de difuntos. Los romanos siguieron la costumbre fúnebre de la civilización desaparecida, y a sus propias tumbas añadieron palabras que al principio solo anunciaban el nombre del difunto, lo elogiaban con sobriedad y le deseaban poca penuria —“¡Que la tierra te sea leve!”—, o le hacían decir cortésmente “¡Saludos, paseante!” a los paseantes. Si bien la brevedad continuó a ser propia de los epitafios, con el tiempo estos se hicieron más individuales, más poéticos, pretendiendo continuar una conversación con el familiar o amigo ausente, o estableciendo un vínculo de mortalidad entre los muertos y los que están aún vivos. Sin embargo, traducidos a palabras, los sentimientos más sinceros y los dolores más profundos se vuelven artificiales. El epitafio se convirtió en un género literario, hermano menor de la elegía, y casi todos los grandes poetas latinos compusieron alguno.
Los epitafios, arduamente coleccionados por paleontólogos profesionales y amateurs en los siglos XVIII y XIX, componen una extraña antología de fantasmas. Adultos y niños, amigos y amantes, guerreros y políticos, filósofos y artistas, forman un medido coro de breves y conmovedoras voces. Quizá porque sabemos que son palabras últimas, las oímos de manera diferente, como si leyésemos solo la conclusión de una novela, las últimas páginas de una biografía. Es posible que no necesitemos más para recobrar una presencia que creíamos perdida y para concederle una modesta inmortalidad.
Nuestra vida ha sido definida como una sala de espera. En las primeras páginas de El jardín de los Finzi-Contini, de Giorgio Bassani, un grupo de personas visita un cementerio etrusco al norte de Roma. Una niña pregunta a su padre por qué las tumbas antiguas nos entristecen más que las tumbas recientes.
“Eso es fácil de entender”, responde el padre. “Los que han muerto hace poco tiempo están más cerca de nosotros, y justamente por eso los amamos más. Mientras que, verás, los etruscos, hace tanto que han muerto que es como si no hubieran vivido nunca, como si hubiesen estado muertos desde siempre”.
Quizá durante la atroz espera hallamos cierta consolación en la promesa de esa fúnebre eternidad.
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