Sammy la memoriosa (y otros relatos)
'The Valley of Astonishment', de Peter Brook y Marie-Hélène Estienne, ha pasado como un rayo por los Teatros del Canal de Madrid Marcará por su ligereza, por su poesía y por el extraordinario trabajo de Kathryn Hunter
La V es rosa pálido, transparente. Creo que técnicamente se llama rosa cuarzo. La N tiene un color de harina grisácea, amarillenta. La A, el color de la madera a la intemperie. La R es un trapo lleno de hollín en el momento de ser rasgado”. Así, letra a letra, veía Nabokov su alfabeto personal en Habla, memoria, donde dedica varias páginas a hablar de la sinestesia, esa “correspondencia sensorial, solicitada de forma simultánea por el cerebro, en una misma percepción”. Ver letras o sonidos, escuchar colores y, a menudo, fruto de esos insólitos puentes, multiplicar la memoria. Para un sinestésico, el mundo puede ser un paraíso de sensaciones o una condena de archivos interconectados hasta el infinito. El tema de The Valley of Astonishment (El valle del asombro), la producción de Bouffes du Nord que, con firma conjunta de Peter Brook y Marie-Hélène Estienne, ha pasado (¡solo cuatro días!) por los Teatros del Canal, en Madrid, es la sinestesia como paradigma de los milagros de la mente.
La sorprendente historia de Sammy Costas, la protagonista de la función, está inspirada, informa el programa, en la vida de Solomon Shereshevsky, que Alexander Luria, el gran pionero de la neurología rusa, relató en su libro La mente de un mnemotécnico y que Brook llevó a la escena en 1998 bajo el título de Je suis un phénomene. Algunos gnósticos, contó Harold Bloom, creían que el legendario Gilgamesh llevaba toda la historia del mundo en sus circuitos cerebrales. Sammy no llega a tanto, pero tiene una memoria sobrehumana: puede recordar toneladas de cifras y palabras que ordena en una ciudad imaginaria (muy similar al “palacio mental” de Holmes) creando “calles y avenidas de palabras e imágenes” y, por muy lejos que viaje su mente, siempre acaba, hermosa frase, “en Nueva Jersey, en el barrio de mi infancia”. A Sammy la echan del periódico donde trabaja, y para ganarse la vida entra en un espectáculo de magia, pero al actuar cada noche se sobrecarga de datos y no consigue borrar todo lo que su mente ha generado: “¡Ayúdenme a olvidar! ¡Mi memoria me asfixia!”, les ruega, desesperada, a los neurobiólogos que estudian su caso.
Las interpretaciones parecen producirse sin esfuerzo alguno;
las vigas de la pieza,
invisibles de puro transparentes
Brook y Estienne intercalan otros relatos en la trama principal: un par de fábulas persas de La conferencia de los pájaros (1974-1979) y otros tantos casos de sinestesia. En el primero, un hombre llamado Massimo pierde la propiocepción o conciencia del cuerpo: necesita mirar su mano, por ejemplo, para poder moverla, pero si hay un apagón cae instantáneamente al suelo. En el segundo, un joven pintor oculta a los demás lo que toma por una enfermedad mental, hasta que comprende que puede pintar mejor vinculando notas de música y colores.
La diminuta y gigantesca Kathryn Hunter interpreta a Sammy Costas, cuyo perfil me recordó el candor, la locura y el talento de la abogada Elsbeth Tascioni (Carrie Preston), uno de los mejores personajes de la serie The Good Wife. Cuesta elegir uno o varios momentos de su extraordinaria interpretación: me vuelve ahora el sistema que le lleva a recordar, palabra tras palabra, imagen por imagen, el comienzo de La divina comedia. Marcello Magni y Jared McNeill encarnan a la perfección media docena de personajes, a cual más distinto. Magni, esposo de Kathryn Hunter, es Massimo, y uno de los científicos que analizan a Sammy, y el ilusionista Salvador Salado, inspirado en el mago manco argentino René Lavand. Podría objetarse que los juegos con naipes que Salado/Magni realiza hacia la mitad del espectáculo no tienen una relación directa con su tema (o no logré yo advertirla), pero crean muy bien la atmósfera del circo donde va a parar la atribulada Sammy y conectan estupendamente con el público. McNeill, uno de los protagonistas de The costume, es el director del periódico, el empresario del circo, otro científico y el joven pintor.
Roza el cliché hablar de la suprema liviandad formal de los trabajos de Brook, pero es que The Valley of Astonishment parece realizado en estado de gracia. Las interpretaciones dan la impresión de producirse sin esfuerzo alguno; las vigas maestras de la pieza son invisibles de puro transparentes. Relumbra una extrema atención hacia todos los detalles, siempre desde la calma, con la mirada clara y el humor sutil de los grandes narradores. Las historias fluyen, se encadenan, y pasan, magistral acto de prestidigitación, “de lo clínico a lo místico”, como bien señaló Ben Brantley en su reciente reseña de The New York Times. La estupenda banda sonora evoca y apoya, pero nunca es intrusiva ni subrayante: a destacar, por su belleza, el tema de Bach que Raphaël Chambouvet y Toshi Tsuchitori ejecutan como quien coloca una pompa de jabón en el aire.
The Valley of Astonishment quedará en el recuerdo porque lleva la sinestesia incorporada: puro teatro
La peripecia de Sammy Costas hace pensar, por supuesto, en Funes, el memorioso, de Borges, pero su tonalidad también me transportó a los circos que cruzaban las praderas americanas en los relatos de Ray Bradbury, el universo mítico de El vino del estío o La feria de las tinieblas. Je suis un phénomene tenía momentos altamente emotivos (la conmovedora relación entre sus dos protagonistas), pero era un poco molesta su tendencia a ilustrar con proyecciones los procesos cerebrales de Shereshevski: me parece una muestra de sabiduría que Brook haya decidido prescindir de ese recurso y dejar, simplemente, que las imaginemos nosotros a partir de la palabra y el gesto de los actores.
The Valley of Astonishment quedará en el recuerdo porque lleva la sinestesia incorporada: puro teatro.
Vuelven también ahora a mi memoria la impresionante Tala de Bernhard/Lupa en Temporada Alta, y la palabra casi lorquiana de Lolita Flores, y la sangre alucinada en la iglesia, y la guirnalda de luces a sus pies como una serpiente muerta y revivida (La plaza del Diamante, de Mercé Rodoreda, en el Español), y Abel Folk y Jordi Brau tratando de atrapar su pasión perdida, y la mirada ciega, pero invicta de la gran Rosa Novell, sus ojos con la misma luz, con aquel brillo antiguo, y su coraje, y su humor, allá arriba, donde una actriz ha de estar (L’última trobada, de Sándor Márai, en el Romea). Ya se lo iré contando.
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