¿Recuerdan? ¡La salsa!
Chocante, chocante: hay más bibliografía sobre la salsa en inglés que en español. Sospecho que se debe a la incomprensión de nuestra industria cultural ante una música montaraz y machista, tan ajena al DRAE. De ahí mi maravilla ante el libro de Leopoldo Tablante, El dólar de la salsa (Iberoamericana). Que nació como tesis de doctorado en, atención, una universidad francesa. Eso trae implícito su castigo: mucho aparato teórico, bastante jerga académica, invocaciones rituales a Barthes, Bourdieu y Baudrillard. Pero estamos ante un trabajo único. Verán, los tomos salseros en castellano suelen ser ferozmente militantes: la piedra fundacional, El libro de la salsa (1980), de César Rondón, se parecía mucho a un arrebato apasionado, lo que explica que haya acumulado tantas objeciones.
En El dólar de la salsa no hallarán valoraciones de discos o artistas. Subtitulado Del barrio latino a la industria global de fonogramas, 1971-1999, Tablante describe el contexto social y el desarrollo comercial de la salsa. Hace bien en evitar los juicios musicales: quizás haya una relación inversamente proporcional entre creatividad y expansión, en el trayecto de Spanish Harlem a Miami Beach.
Aparte, Tablante puede así esquivar el Problema Cubano. En esos años, por las aberraciones de la Guerra Fría, la potente cantera afrocubana desapareció del mercado mundial. Los cubanos, eso sí, se cocían en su indignación: aseguraban que lo que circulaba internacionalmente como salsa era música cubana, otra jugada yanqui.
No conviene menospreciar la irradiación cultural de Cuba sobre el resto del Caribe
Una exageración: los ingredientes de aquel ecléctico caldo incluían elementos nada cubanos. En todo caso, lo prodigioso es que los puertorriqueños, tan chovinistas a la hora de elegir opciones vitales, se definieran mediante una música esencialmente ajena. Tablante especula sin paracaídas: que el son cubano contenía "evocaciones nómadas” equivalentes a los traumas migratorios de los boricuas. Mejor recordar la capacidad de irradiación cultural de la Isla Grande, con o sin embargo. El sociólogo Quintero Rivera se quejaba en 1998 del “cubanocentismo que padecemos en el Caribe”, respondiendo a unas afirmaciones particularmente miopes de Cabrera Infante.
Acertó Jerry Masucci, capo de Fania Records, al optar por una palabra flexible como “salsa” para universalizar la música de los nuyoricans, cuya experiencia urbana era similar a la de tantos barrios humildes en el continente. Y sí, Masucci se reveló como un sinvergüenza a la hora de pagar a los músicos (despojó incluso a su socio, el indispensable Johnny Pacheco). Pero tampoco resultaron modélicos sus sucesores como reyes de la colina: Ralph Mercado y Emilio Estefan.
Tablante reconoce la picardía de Masucci. Convenció a publicaciones como Billboard. Financió películas que proporcionaron visibilidad a sus artistas: Our latin thing y Salsa (olvídemos The last fight, protagonizada por Rubén Blades como ¡boxeador!). Subvencionó la revista Latin New York. Pagaba para que sus discos sonaran en la radio latina –refractaria a la crudeza callejera de algunos vocalistas- o para que Tito Puente reapareciera en la televisión nacional.
Masucci tuvo grandes intuiciones. Como haría Chris Blackwell con el reggae, subió los precios de los LPs: sabía que, si se vendían baratos, consumidores y minoristas considerarían la salsa un producto de segunda categoría. También patinó: con CBS, pactó elaborar discos de Fania All-Stars con potencial de crossover. Mejunjes que desconcertaban a aficionados y novatos: en sus peores momentos, tendían a ser disco music levemente sazonada o smooth jazz convencional.
Como Mercado o Estefan, Masucci soñaba con crear una Motown latina. Demasiada distancia: Berry Gordy Jr. diluía el soul para su consumo interracial, con unos músicos inicialmente mansos. Masucci trabajaba para un público tan pobre como heterogéneo. Además, le tocó manejar la salsa brava, abundante en intérpretes ariscos –Willie Colón iba de gansta en muchas portadas- o conceptualmente ambiciosos, como Blades. La fantasía de Masucci desembocaría en la salsa romántica. Que apenas conservaba sabor de barrio ni se diferenciaba mucho de lo que ofrecían Julio, El Puma, Roberto Carlos y demás baladistas. Para semejante viaje, no necesitábamos alforjas.
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