Nada más sexy que la arqueología
En plena crisis, el recién restaurado Museo Arqueológico Nacional ha multiplicado sus visitas
“Tutankamón ha llegado por fin de la ciudad”. Qué extraño, una frase tan sencilla y ya les estoy viendo a todos chaqueta y bolso en mano, dispuestos a ir donde el superventas de la arqueología les lleve, sin preguntarse si es una exposición, una película, una réplica o un original. Porque basta con decir la palabra mágica —Tutankamón— y todos salimos corriendo, listos para ver cualquier cosa relacionada con este faraón que, bien visto y como reflexionaba alguien, no tuvo en su haber ninguna hazaña extraordinaria salvo el hecho de morir joven y haber sido el dueño de un ajuar funerario que Carter y su mecenas, lord Carnarvon, encontraron intacto, acrecentando el mito.
Y alimentando la leyenda, cuando poco después de hallada la tumba las desdichas se esparcieron entre algunos miembros de la expedición: personas relacionadas con ella de forma directa o indirecta, morían inesperadamente, reavivando la conocida maldición de las momias. De hecho, el propio lord Carnarvon fallecía a causa de una picadura de mosquito que se infectaba tras hacerse una herida en el afeitado, aunque ¿no son cosas que podían ocurrir en el Egipto de 1923?
Haya o no maldición de las momias —con el consiguiente morbo— es indiscutible que Egipto nos fascina, incluso más allá de la propia leyenda e, incluso, más allá de su fotogenia cinematográfica, con películas tan memorables como la Cleopatra de Liz Taylor, a su vez congelada por Warhol. Nos fascina la piedra de Rosetta y la Nefertiti guapísima de Berlín, eje de miradas y perspectivas, más aún de lo que nos fascina Mesopotamia. Inmortalizada por Agatha Christie en Muerte en Mesopotamia, es lugar muy familiar para la escritora de misterio a través de las expediciones de sir Leonard Woolley, a las cuales acompañaba al marido y en las cuales, se cuenta, Christie gastaba su crema de noche para hidratar las estatuillas encontradas. Fenicios, etruscos, mayas, aztecas, olmecas… irrumpen en las imaginaciones y las desbordan. De verdad: nada más sexy que la arqueología.
Pero ¿qué la hace tan sexy? ¿Por qué nos hace soñar y ensoñar sin tregua? ¿Será el hecho mismo de aproximarse a historias pretéritas, que fueron hace tanto y, además, sólo a medias desentrañadas y por eso en buena parte imaginadas? ¿Será acaso el milagro de la supervivencia de los objetos lo que nos hace temblar al tener entre los dedos un lacrimario romano o al mirar los tesoros del Museo Británico de Londres —parece que el más visitado del mundo, siempre a rebosar de turistas, a veces incluso apoyados en las grandes esculturas haciéndose fotos—?
Es difícil encontrar una respuesta, aunque lo cierto es que, en medio de la crisis de visitantes en muchas instituciones de la ciudad, el recién restaurado Museo Arqueológico de Madrid ha multiplicado sus visitas: de 200.000 visitantes al año antes de la remodelación ha pasado a 500.000 en estos cinco meses desde su reapertura. La causa hay que buscarla en esa nostalgia que sentíamos hacia el museo, ansiosos de volver a pasear por él, y también a los cambios que se han llevado a cabo en la museología y los espacios, sobre todo la fabulosa apertura de los dos patios que han dado al museo un ritmo inesperado —un hallazgo del estudio de arquitectura—. Ahí está, además, nuestra guapa local, la Dama de Elche, que, como la Nefertiti de Berlín, se convierte en punto de fuga de todas las miradas al fondo de la sala. No muy lejos, la Dama de Baza observa socarrona el paso misterioso del tiempo y hace recordar el retrato que Picasso hiciera a Gertrude Stein. Cuando ella le reprochó lo poco que se parecía a aquella máscara el pintor respondió: “Ya te parecerás”. Quizás la arqueología es tan sexy porque acaba siempre, pese a todo, por parecerse a nosotros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.