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universos paralelos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La hora de la mudanza

Diego A. Manrique
Exterior del antiguo edificio de Discos Columbia.
Exterior del antiguo edificio de Discos Columbia.

Fue una casualidad: no suelo visitar compañías discográficas pero, la pasada semana, acudí a una entrevista con un artista y me choqué con la escenificación del fin de ciclo, la evidencia del encogimiento creciente de la industria musical. Un tristísimo panorama de despachos vacíos, cajas empaquetadas, montañas de material desechado. Se mudaba la última discográfica que todavía tenía un edificio propio. El plan de los nuevos propietarios, me susurran, es derribarlo para construir pisos caros: estamos en la colonia madrileña de Parque Conde de Orgaz.

En los últimos treinta años, ese inmueble ha acogido multinacionales musicales: primero la germana BMG Ariola, luego absorbida por la japonesa Sony. Pero antes fue la joya de la corona de Discos Columbia S. A., lo que nos lleva a los albores del negocio discográfico español: comenzó en 1923, en San Sebastián. Su fundador, Juan Inurrieta, debía ser audaz: se hizo con los derechos para España del nombre Columbia, para consternación de EMI y CBS, propietarios de la marca en el resto del mundo.

Aquí no se suele considerar a las discográficas como agentes culturales, tratamiento que sí se otorga a editoriales de libros o productoras de cine. No conozco ningún estudio sobre Discos Columbia, a pesar de que nos hallamos ante la más duradera de las empresas del ramo nacidas en España. Duradera y fecunda: generó un impresionante catálogo de zarzuela, clásica y folclore, desde la primera grabación del Concierto de Aranjuez al cancionero castellano del represaliado Agapito Marazuela.

Los archivos sonoros españoles

Y mucho pop, de Los Bravos a Julio Iglesias. De hecho, algunos disqueros denominaban la sede de Columbia como “la casa que construyó Julio Iglesias”: se supone que Columbia nadaba en dinero, tras el traspaso del contrato del autor de Gwendolyne a la transnacional CBS. La paradoja: a finales de los 70, invirtió en una edificación luminosa y moderna para alojar una firma muy tradicional. El director tenía un amplio salón para relajarse, decorado como un british club. También contaba con un ascensor que le llevaba desde el aparcamiento subterráneo a la zona noble: mejor no mezclarse con los trabajadores.

Semejante estilo de management inclinaba la balanza hacia el desastre. La pérdida del catálogo Decca no pudo compensarse con apuestas como el irreverente sello Stiff. La caída fue vertiginosa: en 1984, Discos Columbia era adquirida por BMG Ariola, que aprovechó tan esplendoroso edificio para instalar allí su central española: tres inmensas plantas, terraza, un sótano (con estudio de grabación para maquetas, donde trabajó gente como Radio Futura).

Entre la gloriosa embriaguez de los 80, se nos escapó la historia principal: el sintagma “industria discográfica nacional” dejó de tener sentido. Quizás resultó inevitable pero no fue bueno: dependemos de un oligopolio global, ahora reducido a tres gigantes. Y no sé si debería inquietarnos o tranquilizarnos: los archivos sonoros, todo un siglo de música grabada en España, se van trasladando a lejanos países.

Cierto: no era previsible otro desenlace. Si Columbia, Hispavox, Zafiro, Belter y compañía no aguantaron en años de vacas gordas, difícilmente hubieran sobrevivido al actual tsunami. Dirán que no se ha perdido nada, que eran empresas torpes y tramposas. Pero ocasionalmente desarrollaron asombrosas iniciativas —las colecciones de música antigua, las antologías de flamenco, los sellos especializados— que nunca entraron en los designios de las multis.

Nadie se lo planteó: los gobiernos del PP y el PSOE carecían de una política cultural de amplio espectro. Prefirieron los grandes eventos, las infraestructuras emblemáticas, las golosinas en forma de premios. Al capricho del mercado quedaron asuntos como la globalización, la modernización, la identidad nacional, el soft power, el impacto de las nuevas tecnologías…

Son asuntos que ahora agobian al cine, las editoriales, los medios de comunicación. ¿Podrían aprender algo de la catástrofe que ha asolado al mundo de la música? Desde luego. Pero, qué demonios, nunca mostraron auténtica empatía por la cuestión musical.

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