Sucio
'Nebraska' de Payne es un ejemplo cinematográfico del movimiento literario "realismo sucio"

Procedente del latino "sucidus", que significa "húmedo", y éste derivado de "sucus", "savia" o "jugo", el término castellano "sucio", con esta somera indagación etimológica, parece tomar otro vuelo, pues se dignifica, a través del afín "sudor", con el trabajo y cualquier esfuerzo, aunque salir de la feliz inacción sea una maldición para el hombre. Esta curiosa digresión me ha salido al paso cuando, pensando en la excelente película estadounidense Nebraska (2013), del director Alexander Payne (1961), recordé esa fecunda veta literaria del llamado "realismo sucio" americano, al que se adscribe este filme y al que se apuntaron algunos muy estimables escritores de aquel país a partir de la década de 1970, como el maravilloso Raymond Carver (1938-1988). Desde esta perspectiva, la porquería del sudor humano sería, en efecto, la rezumante de su propia savia al tratar de sacar provecho existencial a su aciago destino; un gesto de rebeldía, así, pues, y, por tanto, un rasgo de esperanza.
Woody Grant, un desgarbado anciano de la América profunda, portador de los estigmas de un alcoholismo impenitente, decide, cierto día, ponerse a caminar, tras recibir un tramposo folleto publicitario en el que se le comunica que ha resultado ganador de un millón de dólares, los 1.200 kilómetros que hay entre su lugar de residencia y el del supuesto El Dorado donde se le habría de abonar tan fabuloso premio. Rodada la película en un cada vez más inusual blanco y negro, coloración palpitante muy adecuada para perforar el alma de lo real, no hay que destripar el macilento anecdotario de su disparatado viaje a ninguna parte para comprender que el herrumbroso Woody Grant se encamina a consumir su último trayecto letal en pos de la muerte, el único lugar donde, por primera vez, se encontrará de verdad con la verdad. Porque no hay nada, en efecto, auténtico sin ponerse en marcha, sin arrancar, sin salirse de madre, "on the road".
Casado con una vieja gruñona, nada habría logrado el hostigado Woody en su loco empeño, ni siquiera esa migaja de sucia constatación por la carretera a la que antes me he referido como abrazo mortal, sin la intervención tutelar de su hijo menor, David, también un don nadie, pero, como su padre, un terco buscador de la verdad, aunque solo aporte un céntimo de esperanza. Pero el viejo borrachín y su filial ángel de la guarda no sólo van caminando hacia la nada desgastando las ruedas y los zapatos propios y las mentiras ajenas de sus asentados prójimos, sino, dialécticamente, a sí mismos como lo que son: unos exploradores inconformistas. Es cierto que lo que pagan por su errancia rezuma amargos sudores, pero, al final, obtienen el premio más preciado, que siempre es el que uno generosamente da y no el que tramposamente recibe.
Cuando al anciano cabezota le preguntaban unos y otros para qué deseaba un millón de dólares justo al borde de la expiración, alegaba que siempre quiso tener una furgoneta y un compresor, imaginando dejar el resto de la ganancia como legado para sus dos hijos, el potentado Caín y el desmedrado Abel. Comprobado el engaño, David-Abel sacrifica entonces su única posesión, el turismo con el que habían realizado el largo viaje, y adquiere la furgoneta y el compresor para que su padre lo conduzca por la calle principal de su mísero pueblo natal, como si así se pasease ya por el cielo. De esta manera, comprobamos que los seres humanos no sólo sudamos, sino que podemos echar un humo que se eleva en vertical desde el altar de los sacrificios, gracias a un fuego purificador.
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