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CINE

Entre la elegía y la chulería

'La gran belleza' relanzó a Paolo Sorrentino y su manera de seducir al espectador

En las últimas páginas de su novela Todos tienen razón, el cineasta Paolo Sorrentino describía la Roma del berlusconismo como la putrefacción de la Roma ya herida por el simulacro y el vacío que Federico Fellini inmortalizó en su monumental La Dolce Vita (1960). Sorrentino publicó su novela entre el estreno de Il Divo (2008), su feroz retrato en clave grotesca de Giulio Andreotti, y el lanzamiento de su quinto largometraje, el muy maltratado e incomprendido Un lugar donde quedarse (2011), esa película en la que un Sean Penn reconvertido en una suerte de lánguido y algo chanante Robert Smith recorría una América fantasmagórica para vengar la memoria paterna.

El gremio de la crítica cinematográfica se apresuró en decretar la caída en desgracia de quien había sido uno de los más enérgicos, barrocos y arriesgados cineastas italianos de nueva hornada cuando Un lugar donde quedarse cayó sobre la programación del Festival de Cannes como un objeto venido de otro mundo. Nadie intuyó que, de hecho, La gran belleza, la película que no sólo restituiría la gloria de Sorrentino, sino que ampliaría de modo más que notorio su capacidad de seducir a espectadores que aún no habían acusado recibo de su talento, ya se estaba fraguando.

El cineasta convierte al cínico y desencantado cronista de sociedad Jep Gambardella —un Toni Servillo a quien el personaje sienta como una segunda piel— en testigo de una demolición moral colectiva. El personaje, quizá la forma más orgánica del outsider lúcido que recorre la filmografía del napolitano desde la inaugural L’uomo in più (2001), también es amargo portador del punzante monólogo interior que rastrea las raíces de su propio fracaso en la ambición de capturar la esquiva belleza del mundo.

La muerte de un turista abrumado por el síndrome de Stendhal da paso, en la película, a una escena avasalladora en el interior de una discoteca donde, a los sones de una Raffaella Carrà remezclada por Bob Sinclair, el espectador asiste a la coreográfica lubricidad de los cuerpos, pero también a la aparición de sutiles fisuras entre el bullicio por las que se cuela la desesperación y la soledad cósmica de unos personajes, en apariencia, tan acompañados, cuya crispada felicidad permite palpar las dimensiones de la catástrofe. La energía que derrocha ese arranque en dos tiempos no decae a lo largo de un dilatado metraje, sostenido por una constante tensión expresiva: la complicidad entre Sorrentino y su operador Luca Bigazzi —un virtuoso de la floritura barroca— alcanza aquí una de sus cumbres.

Capaz de alternar el trazo grotesco —la audiencia casi papal del cirujano plástico— con la melancolía de alto calado —la relación con la madura stripper Ramona—, La gran belleza tiene su talón de Aquiles en una cuestión de actitud: esto no es tanto un tributo al maestro Fellini como un intento de medirse con él. Un cierto acto de chulería.

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