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PURO TEATRO

Domingo noche, póquer

Julio Manrique ha dirigido 'La partida', la primera obra de Patrick Marber: una estupenda puesta en escena con Ramon Madaula, Andrés Benito y Joan Carreras

Marcos Ordóñez
Los actores de 'La partida' juegan al póquer alrededor de una mesa.
Los actores de 'La partida' juegan al póquer alrededor de una mesa.David Ruano

En 1995, Patrick Marber estrenó por todo lo alto Dealer’s choice, su primera obra, en el Nacional inglés. Críticas superlativas (“ha nacido un gran dramaturgo”), premios, salto al West End. Dos años más tarde tiene lugar el exitazo de Closer. En 2001 llegan los palos a Howard Katz, su tercera comedia (y la que prefiero de las tres). Tibia acogida para las obras que siguen —The musicians (2004), Don Juan in Soho (2006)— y silencio (teatral) desde entonces: lo último que sé de Marber es que ha escrito (¡ay!) el guion de 50 sombras de Gray.

Julio Manrique y Cristina Genebat, que hará dos temporadas protagonizaron en el Romea La señorita Julia en adaptación de este autor, firman ahora, respectivamente, la puesta y traducción de La partida (o sea, Dealer’s choice) dentro del Festival Grec. Estupendo montaje y formidables interpretaciones para una pieza desigual. ¿Me permiten un fantaseo? Imagino una versión minimalista de La partida en la que solo se monta el segundo acto, y tenemos que deducir la naturaleza (y los problemas) de cada personaje a partir de su modo de jugar. Y de lo que dicen y lo que callan, claro. Si solo con ese segundo acto entendemos la obra, tenemos un problema con el primero. Lo sé, es una especulación un poco extrema, una prueba del ácido, pero algo le falta y algo le sobra a ese primer acto. Le falta, a mi juicio, garra, y le sobra exposición. Ecos del Wesker de La cocina: teatro bien hecho, personajes bien observados, pero que no me atrapan; quizás porque algunos (no les digo cuáles, ya lo verán) llevan su destino escrito en la frente con letras de neón. Para mí, La partida no arranca realmente hasta la aparición del misterioso Ash (Andreu Benito), porque con él llega una pregunta-garfio: ¿qué viene a buscar, que hará esta noche?

Cada noche de domingo hay póquer en el sótano del restaurante de Esteve (Ramon Madaula). Todos necesitan jugar. Unos por pasta, otros por adicción. Adictos a la excitación del riesgo, adictos al castigo de la pérdida… y quizás a algo más. También ustedes han de descubrir, observando a los jugadores, para qué juega cada uno. Ahí va, para abrir boca, una cita de Mamet, que conoce el paño: “Debes averiguar si tu verdadero objetivo en el juego no es ganar dinero o, por el contrario, demostrarte a ti mismo que Dios te ama o Dios te odia”.

Digamos, para resumir, que durante el primer acto me seducen más los actores que el texto. Me gusta muchísimo verlos actuar. Me gusta ver cómo el descomunal Ramon Madaula muestra, poco a poco, sin subrayados, su cansancio, su lucidez, su resignación, más allá de las palabras. Esteve, padre y patrón (mitad maestro zen con una herida secreta, mitad Donny en American Bufalo, que también montó Manrique), concibe el póquer como una forma de orden, como una escuela de costumbres, como una rara manera de poder ver a su hijo al menos una noche a la semana. Y, sí, como algo más, que aflorará, a caño libre, en el tercio final. Me gusta ver a Joan Carreras, otro grande, en el papel del chef Santi, intentando que las aguas no se descontrolen, tironeado por dos citas como dos alcoholes. Me gustan los silencios, las miradas de Andreu Benito, de qué forma nos mantiene en la duda acerca de la verdadera naturaleza de Ash. Me gusta mirarlos porque en esos silencios, en esas pausas, en esas acciones aparentemente nimias, me hacen ver su pasado o su futuro inminente (los excesos hippies, el oscuro cuarto de pensión). Aunque se aten un zapato, porque esa acción es un dedo levantando el percutor. Me gusta el modo en que Oriol Vila muestra la deriva adolescente de Carles, el hijo de Esteve, y cómo insinúa, sin clichés “juveniles”, hasta dónde es capaz de llegar.

Algo le falta y algo le sobra al primer acto. Le falta, a mi juicio, garra y le sobra exposición

Andrew Tarbet, actor de origen americano, da estupendamente el tipo (y el anhelo) del camarero Frankie. Tiene una escena demasiado gritada y a ratos me cuesta un poco entender su catalán. Me quejo de excesiva exposición, pero quizás le falte a su personaje algo más de desarrollo. Me fatiga el personaje de Maxi, el otro camarero, que parece haberse caído de crío, como Obélix, en una agitada perola. Marc Rodríguez defiende a ese cachorro que oscila entre el optimismo desenfrenado y la idiocia pura, y le echa la energía nerviosa (aquí sin malevolencia) que imprimió a Teach en el American Bufalo ya citado, que se vio en el Lliure y en La Abadía.

Me gusta la versión de Cristina Genebat, que ambienta la historia, sin tropiezos, en la Barcelona de hoy, y me gusta mucho cómo la ha dirigido Julio Manrique. Me gusta la escenografía de Sebastià Brosa, minuciosamente naturalista pero con ese muro invisible entre cocina y restaurante, que permite varias conversaciones simultáneas. Han situado el espacio en el centro del Romea, con gradas (muy cómodas) alrededor: estupenda idea. Me gusta la sencilla y difícil coreografía de la cena, con los clientes invisibles. Y la banda sonora de Ramon Ciércoles, con canciones muy bien elegidas, y un toque maestro: el loop instrumental de Father and son, de Cat Stevens, que se va desenredando y no estalla plenamente hasta el final.

No es que yo sepa demasiado de póquer (tendré que preguntarle al maestro García Pelayo), pero creí comprender con claridad las etapas, los giros, la jerga de la partida. Está sabiamente construida por Marber, un poco a lo Diez negritos. Truco astuto: te hace creer que sabes cómo va a acabar y quién se llevará el bote, pero no, no lo sabes. Nos la da con queso a la manera de Norman Jewison en El rey del juego, citada en el texto, imagino que con reverencia. Manrique sirve paso a paso la tensión creciente: recordaré el enfrentamiento entre los viejos pistoleros, tan (ya puestos en películas) a lo Duelo en la alta sierra.

También he visto Victoria de Enrique V, traducida y dirigida por Pau Carrió, en el Lliure. Todavía hay desajustes, compensados de largo por ideas notables, y muchísimo coraje y entrega de la Joven Compañía del teatro, que se lanza a lidiar un toro bravo. Están muy cerca de conseguir una gran función. Tengo ganas de volver a verla en octubre, y les invito a que lo hagan también. Hablando de ganas, ya me relamo ante el Ubú rey de Donnellan y El testamento de María, con Blanca Portillo, que habré visto cuando lean estas líneas. La próxima semana se lo cuento.

La partida. De Patrick Marber. Dirección: Julio Manrique. Intérpretes: Ramon Madaula, Andrew Tarbet, Marc Rodríguez, Joan Carreras, Andreu Benito y Oriol Vila. Teatre Romea. Barcelona. Hasta el 10 de agosto.

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