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PENSAMIENTO

Pensar después de Foucault

A los 30 años de la muerte del pensador francés, Miguel Morey analiza su legado

El pensador francés Michel Foucault
El pensador francés Michel FoucaultZardoya

El 25 de junio de 1984 murió Michel Foucault. Meses antes se había publicado en España Lectura de Foucault, libro nacido de la que fuera tesis doctoral de Miguel Morey (Barcelona, 1950). 30 años después, la editorial Sexto Piso reedita esta obra, acompañada de un segundo volumen, Escritos sobre Foucault, en el que Morey agrupa textos de procedencia diversa dedicados al filósofo francés. Dos volúmenes que coinciden con el de Gilles Deleuze, Michel Foucault y el poder (Errata natura)sobre quien fuera su amigo y compañero. En este tiempo, la visión de Foucault ha cambiado mucho, explica Morey. A ello ha contribuido la publicación de sus cursos en el College de France y su recepción en Estados Unidos. Con todo, resulta difícil elaborar una visión general de un autor que en cada obra trataba de desmarcarse de la anterior.

“Desde una perspectiva histórica, Foucault destaca porque en los campos que él trabajó (medicina, psiquiatría, humanismo), ya no se puede pensar del mismo modo. Introdujo cuñas, dudas, espíritu crítico. Sería ceguera no tener en cuenta sus argumentos y contraargumentos. Un segundo aspecto no es menos importante: para seguir los caminos que abre no hay que ser foucoltiano, igual que para tener en cuenta las críticas de Nietzsche no hay que ser nietzscheano y ponerle velas al superhombre. Para seguir a algunos autores hay que asumir sus postulados; casi entrar en religión. Esto no ocurre con Foucault, que se limita a denunciar la inconsistencia de algunos tinglados para añadir que, al pensar, estamos a la intemperie: obligados a prescindir de los apoyos que proporciona el saber establecido. Puede haber un discurso basado en la tradición, pero esa tradición es corta: como mucho 150 años. Ni antes se podía pensar así ni se podrá pensar así dentro de 50 años”.

“Se le ha criticado”, apunta Morey, “que no propusiera alternativas, que no dijera lo que hay que hacer. Eso es lo que lo hace interesante. Muestra una grieta para pensar, te metes y sales a campo abierto, lo que dificulta su uso académico. Se puede, como mucho, hacer un uso local de Foucault: perseguir conceptos, más que hablar de su filosofía. Es algo que comparte con Nietzsche o con Platón. No se puede hablar en general de sus filosofías. Aristóteles puede ser resumido. Platón, no. Estos autores te interpelan y eso es lo que buscan”.

Poco después de morir Foucault, Morey organizó en Barcelona el primer congreso que se celebró sobre su obra en todo el mundo, recuerda, para añadir: “No lo digo como medalla sino como un escándalo. En París hubo que esperar casi cuatro años. Invité a Barcelona a François Ewald, que había sido su asistente, y me dijo que en Francia algo similar era impensable. Allí, Foucault estaba muerto y enterrado. Había mucha gente feliz: había dejado de incordiar”. Esto ayudó a que se le condenara al olvido. “Tenía mal genio. Podía ser agresivo; no soportaba la estupidez ni la fatuidad académica tan generalizada. Le ponía de los nervios el sabio que pontifica. Había irritado a mucha gente importante que lo odiaba. Cuando Baudrillard publicó Oublier Foucault, alguien preguntó a Foucault qué opinaba. Respondió que su problema sería recordar quién era Baudrillard”. Tras su muerte se desmanteló su cátedra y Ewald fue despedido del College de France.

La Historia de la sexualidad, supone, dice Morey, “un salto respecto a su obra anterior. Dio varias entrevistas para explicar lo que pretendía, pero le faltó tiempo. Se dice, no sé hasta que punto es cierto, que recibió los ejemplares de su última obra en la cama del hospital, desahuciado. El resultado fue que aquello parecía una bomba y provocaba perplejidad. Todo se hizo más claro a partir de la publicación póstuma de los cursos. Allí se veía por qué dio aquel salto, por qué volvió a estudiar griego y latín. Fue, casi, un cambio de oficio. Él había trabajado el periodo del barroco, hasta principios del XIX y volvió a los clásicos y, de forma en apariencia titubeante, buscó pequeños anclajes y soluciones”.

Influye también en su recuperación “la difusión de su obra en Estados Unidos”, aunque “no siempre se ha hecho de modo favorable a Foucault, pensando en una comprensión correcta. A veces se le incluye en la ‘teoría francesa’, al lado de gente que no da la talla. Puede estar junto a Deleuze o Lyotard, pero no con todos los franceses de los ochenta, y menos buscando unificarlos”.

La obra de Foucault ha mostrado, en opinión de Morey, “gran eficacia en campos ajenos a la filosofía. Algunos arquitectos la usan para pensar el espacio. En paralelo, se han difundido algunos de los conceptos desarrollados en sus últimos años. El más claro es el de biopolítica. No es que hiciera una teoría de ella, pero señaló cómo el poder nos hace vivir, sus imposiciones. No las amenazas represivas, sino la interiorización de las normas represivas. Esto, diría Foucault, ya no es una sociedad disciplinaria que se apoya en el encierro. Él abandona este término cuando se da cuenta de que el diván psicoanalítico no es un encierro. Y ¡vaya si ejerce poder sobre los individuos y sobre el ámbito de lo que es pensable o conveniente pensar! Ya no se usa el garrote sino la seducción, el estímulo, la incitación. Ahí también está el poder y mal asunto si sólo lo reconocemos cuando vemos el garrote, porque entonces no nos damos cuenta de lo que hacen”.

Un año antes de morir Foucault hablaba con Bernard Kouchner, fundador de Médicos sin Fronteras, organización en la que participaba activamente, y le dijo que ya había terminado el tiempo de las bibliotecas y los archivos. Así lo cuenta Morey: “Veía libros escritos en 15 días que se vendían a montones gracias a una promoción brutal. Tenía la impresión de que ya no había paciencia para leer libros escritos también con paciencia. Pensaba esperar a que se publicaran los últimos volúmenes de la Historia de la sexualidad, posiblemente aún no sabía que estaba enfermo, y luego irse con una expedición de Médicos sin Fronteras. Acordaron que iría en una misión al Chad y luego se encargaría de fletar el barco Ile de France para rescatar boat people en Vietnam”.

La publicación del primer volumen de esta obra no mejoró su humor. “Se enfadó porque no lo entendieron. Tenía la impresión de que nadie se lo había leído de verdad. Le habían aplicado el cliché: ‘Foucault, ya se sabe lo que dice’. El libro irritó mucho a grupos lacanianos que arremetieron contra él. Lo que más le indignó fue que el último capítulo, en el que él tanteaba la idea de biopoder o biopolítica, fue pasado por alto. Dejó de escribir y se concentró en los cursos. Apenas publicó algunos artículos y entrevistas. Al editarse los cursos se ha visto que trabajaba la gobernabilidad y problemas asociados: desde el gobierno de uno mismo al gobierno de los demás. Sustituyó la pregunta por el poder de años antes al considerar que era demasiado simplista. Tampoco le gustaban las consecuencias. Había quien escribía Poder, con mayúscula. Él insistía en que no hablaba de una sustancia sino de relaciones de poder, algo muy diferente. Inició un desplazamiento hacia el campo semántico asociado a la noción de gobierno para culminar en la hermenéutica del sujeto y el gobierno de uno mismo. Esto aún funciona: abre un espacio de trabajo”.

Hoy ha vuelto a las universidades. El propio Morey dirige algunas tesis sobre su obra. “Ha dejado de ser alguien a quien expulsar. En América latina su pensamiento es emergente. En Colombia hay un grupo potente que trabaja a Foucault desde la pedagogía e incluso se declara foucoltiano. También es muy estudiado en Argentina, Chile y México. Y, claro, en Francia, aunque eso me interesa menos”.

Foucault se preguntó si subsistía la “función subversiva de la escritura”. “Fue”, dice Morey, “a principios de los setenta. No veía claro que la escritura cumpliera la función subversiva de otras épocas. Tenía amigos jóvenes que veían la escritura como un camino sin salida. Él siguió escribiendo, pero siempre en su contra, criticando su libro anterior, como si intentara dar un paso no más allá sino en diagonal, eludiendo la etiqueta que se le ponía tras cada obra”.

Morey evita definirse como “filósofo”. “Digo que soy profesor de filosofía. Mi trabajo fuerte es de profesor. Luego escribo ensayos en los que he colocado lo que la docencia no me permitía sacar adelante. Invento un personaje con problemas que no son necesariamente los míos para pensar a través de él. Son libros que nunca cito en clase. ¿Mantienen el espíritu subversivo de la escritura? “Estuve cerca de pensarlo en los dos primeros, Camino de Santiago (1987), escrito en un tiempo en el que aún se podía llamar política a la política y Deseo de ser pielrroja (1994) que pertenece ya a un periodo de decepción. Hotel Finisterre (2013) es un apaga y vámonos. No sé si es nihilista, pero es bastante pesimista”.

Miguel Morey: Lectura de Foucault. Sexto Piso. Madrid, 2014. 432 páginas. 24 euros./ Escritos sobre Foucault. Sexto Piso. Madrid, 2014. 382 páginas. 24 euros.

Gilles Delueze. Michel Foucault y el poder. Traducción de Javier Palacio Tauste. Errata natura. Madrid, 2014. 176 páginas. 18 euros.

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