Experiencia y lectura
La exclusión de cartelas en las muestras de arte ensalza el gusto por lo mudo y lo sordo
Aunque ahora resulta casi increíble, hubo en España un tiempo, no hace mucho, en el cual el leer se consideraba como signo al menos potencial de cultura, y la alfabetización, como una forma de fomentar la ilustración del pueblo. Ciertamente, eran años de penuria no solamente espiritual: se pasaba hambre y mucha necesidad en todos los terrenos, era raro el que podía visitar un museo sin tener que acercarse a mirar los carteles que informaban sobre el autor y la época de los cuadros que colgaban de las paredes, o asistir a un concierto sin tener que consultar el programa de mano para averiguar de quién era la música que se escuchaba (no tenía que leer porque, por así decirlo, venía ya de casa muy leído, era un genuino entendido con muchas horas de lectura a sus espaldas), como era raro que alguien entrase en un restaurante a “comer a la carta” (que en algunos casos tenía la extensión de un tratado breve) en lugar de atenerse al más humilde y asequible menú, a veces incluso recitado de viva voz por el camarero, por si alguien se hacía un lío con las letras.
José Ángel Valente dijo una vez, en 1977, que la creación del Ministerio de Cultura era “un caso típico de precedencia casi cómica de la estructura sobre los contenidos —o del poner antes el carro que los bueyes—: ¿por qué no hacemos antes la cultura y el ministerio luego?”. Pero en esos momentos todos queríamos olvidar los años de indigencia y acomodarnos a la nueva riqueza que llamaba a nuestras puertas, también en materia de cultura, así que ahora —pido perdón si ya he citado el dato en alguna otra ocasión, pero es que no deja de asombrarme— el Ministerio de Educación considera entre los indicadores del nivel cultural de las familias españolas las horas de conexión a Internet, aunque estas horas se empleen masivamente en ver pornografía o en inundar de fotografías privadas las redes sociales. Del mismo modo, hoy es una grosería leer los programas electorales de los partidos que se presentan a unas elecciones, y resulta mucho más fresco, más seguro y más práctico atenerse a las experiencias televisuales que, al no estar enfangadas en tediosas argumentaciones que requerirían el concurso del entendimiento, vehiculan una verdad no prostituida por la palabra y tan inconfundible como un flash. En resumen, leer no está demasiado bien visto, ya que puede ser indicio de alguna carencia de otros recursos más “directos” y, por tanto, síntoma de lo que hoy entendemos por pobreza.
Hemos convertido el analfabetismo (ahora lo llamamos 'funcional' como si fuera algo nuevo) en un motivo de orgullo
Quizá por ello hoy abundan, ya sea en salas de exposiciones privadas o en museos públicos, en fundaciones o en centros culturales, un tipo de exhibiciones en las que el visitante tiene que tener buen cuidado en reparar, a la entrada, en la lista de los autores que concurren a esa muestra, ya que una vez en el interior no hay ni un solo cartel o indicación escrita, ni siquiera un pequeño programa de mano que permita al espectador saber a quién pertenece cada una de las obras expuestas.
¿Por qué los organizadores de estos eventos los diseñan de este modo, que a los anticuados podría parecer extraño? Pues probablemente para garantizar a los asistentes una completa y profunda experiencia visual, cuya riqueza y disfrute se habrían visto entorpecidos si, en lugar de gozar del espectáculo ofrecido a los ojos, estos se hubieran encontrado obstaculizados por esos incómodos letreros propios de la museística moderna y que señalan datos tan peregrinos como el título del cuadro, el nombre del autor, la fecha de la obra o, ya en el colmo de la arrogancia, alguna explicación sobre la pertinencia o el sentido de la reunión de obras así dispuestas, cosas todas que, al funcionar como mediaciones literarias, obstruirían el deleite puramente sensible y escópico de las imágenes (en los comienzos del arte “abstracto”, algunos críticos se burlaban de los espectadores “inexpertos” que, desconcertados por el contenido visual, se acercaban al marco en busca de un título “literario” que les sirviese de ayuda, y sólo encontraban carteles decepcionantes del tipo “Nº 6” o “Rojo sobre rojo”).
La verdadera vivencia es algo que no tiene precio, y por tanto se ensucia cuando se repara en su letra
No hemos superado la vieja falta de ilustración, ni por tanto nuestro antiguo déficit cultural, pero hemos convertido el analfabetismo (ahora lo llamamos “funcional”, como si fuera una cosa nueva) en un motivo de orgullo. Hoy entramos en una exposición como los ricos entran en las tiendas de bolsos o de trajes de lujo, así como en los restaurantes más exclusivos: sin cometer la vulgaridad de mirar los rótulos que indican los precios de las mercancías (rótulos que, si las tiendas y restaurantes son verdaderamente exclusivos, serán además inexistentes), ya que nunca han tenido necesidad de considerar que tal cosa pudiera interponerse entre su deseo y la experiencia que los géneros en cuestión les iban a proporcionar.
El signo de la verdadera riqueza es esa capacidad de disponerse a la degustación o al placer sin rebajarse a examinar el importe de lo degustado o adquirido, puesto que la verdadera vivencia es algo que no tiene precio, y por tanto se ensucia cuando se repara obscenamente en su letra, que es un gesto característico de quienes aún no han salido del antiestético círculo de la necesidad. Análogamente, sólo los pobres de espíritu necesitan explicaciones letradas que, como la exhibición de los precios, afean con su innoble prosa la pureza de una experiencia sublime. De ahí, pues, la idea de que la lectura entorpece y arruina la inmediatez de la experiencia, que al parecer es tanto más plena cuanto más muda y sorda.
¡Ay de quienes aún necesiten carteles en las exposiciones o precios en el menú! Los culturalmente potentados de esta época son quienes acumulan experiencias puras, directas, inmediatas y absolutamente privadas (ya que de otro modo correrían el peligro de extenderse indiferentemente a todo el público y entonces perderían su exclusividad característica). Y los pobres, que además de serlo siempre han tenido la obligación de ocultar en público su vergonzosa condición, tienen asimismo que avenirse a este régimen de indiferencia a la letra si no quieren que se les note su miseria. Lo distinguido ya no es, como hasta hace poco, comer a la carta en lugar de ajustarse al menú, sino aquello que justamente era antaño lo propio de las fondas populares, a veces frecuentadas por un vulgo poco alfabetizado, es decir, que no haya carta en absoluto y que uno ofrezca su cuerpo y su espíritu directamente y sin mediaciones, ni prejuicios a la creatividad del chef, porque de ese modo dejará claro que no tiene necesidad de comer (ni de aprender, si se trata de una exposición) y que únicamente acude a esos lugares dispuesto a disfrutar de una experiencia inolvidable e intransmisible a quienes carezcan de tal estado de inocencia, por estar situada más allá de lo que el vil metal y la innoble letra pueden contar.
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