Las caras del cubo
El Guggenheim celebra a Georges Braque, un artista preparado para el redescubrimiento
Georges Braque fue, junto a Picasso, el bastión del cubismo, un feroz antiacademicista, pero también defensor a ultranza de la destreza manual en pintura. Nació en 1882 en Argenteuil, a las mismas puertas de París, pero muy pronto su familia se instaló en Le Havre. Este hecho —el ser más normando que parisiense— y su lealtad al oficio del padre (era hijo y nieto de un decorador de paredes) explican su ambición pictórica. Braque adoraba pintar, él mismo elaboraba con escrúpulo los colores y conocía los trucos para imitar la madera y el mármol en sus bodegones. Sus feroces (fauves) primeros lienzos, donde explotaba las características de la pintura al óleo en el registro de la experiencia inmediata frente a las costas incandescentes de L’Estaque, tierra mítica de Cézanne; sus interiores y naturalezas muertas construidas pacientemente con esquemas geométricos y cubos, y sus paisajes normandos de los últimos años, hechos au plein air con bandas de pintura espesa y encostrada, sobreviven todavía hoy de una manera hermosa a la leyenda del pintor que nunca quiso ser el eterno segundón de Picasso.
Con una retrospectiva que marca los cincuenta años de su desaparición, el Guggenheim Bilbao celebra a un artista siempre preparado para el redescubrimiento, una actitud que se percibe en las múltiples facetas que abarcó: la poesía, la música (tocaba el acordeón, la flauta y el violín), la escenografía (diseñó decorados y vestuario para los ballets rusos), la escultura y el grabado. La exposición reúne 250 obras, con préstamos de colecciones públicas y privadas, la mayoría del Centro Pompidou, y nos recuerda que las revoluciones artísticas no se hicieron solamente con genios, borrachos, visionarios y melancólicos, también con hombres y mujeres que tenían la ponderación y la calma como virtudes mayores.
El recorrido por las salas del edificio de Gehry demuestra que hay artistas que pueden ser constreñidos a las dimensiones de una retrospectiva de museo, y esta ofrece la posibilidad —por contenido y por contexto— de contemplar una obra cercana y nada enigmática, pues Braque fue más bien un gran analista visual que retrató el mundo como si fuera un bodegón de Chardin, cálido y en descanso. Es esa intensidad y su poder de observación implícito en la técnica lo que le colocó por encima de sus contemporáneos, en especial de Fernand Léger, otro normando, más interesado en las máquinas y las ciudades.
El gran logro de Braque fue la invención, en 1912, de los papiers collés, inspirados en trozos de papel pintado que más tarde se convirtieron en un nuevo lenguaje para toda una generación de artistas. En la muestra se pueden ver cinco excelentes “papeles pegados” que se anticipan al cubismo más figurativo, el llamado “sintético”. Destacan también los Desnudos y Canéforas (serie de pinturas de doncellas portadoras de flores y frutos inspiradas en la Grecia clásica), la serie de billares y utensilios agrícolas —que recuerdan a las últimas pinturas de Van Gogh—, y los estudios para la decoración de la sala etrusca del Louvre, con la forma recurrente de la silueta de un pájaro volando. Se ha incluido su obra póstuma, un pequeñísimo bodegón pintado sobre madera (1963) que parece arrancado de un fresco pompeyano. Era la máscara, esa imagen que persiguen los pintores al final de sus vidas y que para Braque no podía representar otra cosa que un sencillo limón.
Georges Braque. Museo Guggenheim-Bilbao. Abandoibarra, s/n. Hasta el 21 de septiembre.
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