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CRÍTICA / LIBROS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Leopardi, el moderno

Pietro Citati trenza con habilidad la vida, los zibaldones, los poemas y las cartas del italiano

Andrés Trapiello
Giacomo Leopardi visto por Sciammarella.
Giacomo Leopardi visto por Sciammarella.

Si es cierto que todo empieza a suceder un poco antes de su comienzo y no se extingue del todo con su fin, la poesía moderna no comenzó, como suele repetirse, con Charles Baudelaire, sino treinta años antes, con Giacomo Leopardi (1798-1837).

De Leopardi acaba de publicarse este libro que tiene tanto de biografía como de ensayo. Es la obra de un autor octogenario sumamente apreciado en su país, Italia, Pietro Citati, de quien conviene recordar algunos de sus trabajos anteriores con el fin de saber por qué necesitaba escribir también de Leopardi: Goethe, Tolstói, Proust. Pues sucede con los escritores en verdad grandes, parece recordarnos Citati, que están los hombres abocados a leerlos en todas las épocas y cada uno de nosotros en todas nuestras edades, juventud, madurez, vejez, sin que les agotemos y sin que nos agoten.

La modernidad de Leopardi (el objeto del libro de Citati es en parte recordarnos que Leopardi es un autor moderno) es muy rara porque escribía no como se supone que escriben los poetas modernos, sino como lo hicieron los clásicos, con cierto aplomo y una delicadeza contagiada de Homero o de Virgilio y de todos aquellos autores que Leopardi conocía al dedillo y tradujo a un italiano que trataba también de parecerse mucho al latín. Eso es lo que hace al menos en sus versos, en esos apenas veinte poemas que le han consagrado como uno de los grandes poetas de todos los tiempos, pero resulta que Leopardi es también el autor de una obra monumental, sus Zibaldone (algo así como “miscelánea”), una especie de diarios, personales e intelectuales, de 4.200 páginas.

Aunque sea una manera retórica de abordar las cosas, acaso no esté del todo fuera de lugar. El Leopardi de los poemas es y no es el mismo que el Leopardi de su increíble Zibaldone y de sus cartas. ¿Qué suerte le hubiera deparado la posteridad al poeta Leopardi sin sus diarios, y al revés, cómo se leerían éstos sin esos poemas?

Es una pregunta retórica porque es imposible responderla, pero nos ayuda a dilucidar su extraño caso. “Leopardi da miedo”, dirá Citati, citando a Pietro Giordani.

Si Leopardi es en prosa un ser a menudo cáustico y desesperado en la medida que es también de una lucidez intratable (no olvidemos que, amando como pocos la belleza, fue un hombre contrahecho, con dos jorobas y un metro cuarenta de estatura, y tuberculoso desde muy joven, sumida su existencia en continuos y prolongados estados de postración, cegueras transitorias, cefalalgias y una caravana tan larga de “secuelas” que lo raro es que llegara a vivir en esas condiciones 38 años -“la idea de suicidio me proporcionaba una suma y feroz alegría”, llegará a decir-, a todo lo cual ha de añadirse la relación torturada que mantuvo con una madre estúpida y cruel y un padre que amó a su hijo de la peor de las maneras hasta hacérsele insoportable tanto como imprescindible), si Leopardi en prosa, decíamos, es ese escritor que ve a través de su propia ruina física la ruina moral de su época, y nos la cuenta en un estilo sublevado (“Tiempo vendrá en que ese universo y la misma naturaleza acabarán (…) No quedará ni un vestigio; tan solo un silencio desnudo y una quietud altísima llenarán el espacio inmenso”), el Leopardi poeta es… ¿todo lo contrario? No, desde luego, pero sí alguien que alberga la esperanza de ser feliz (“la felicidad es la perfección y el fin de la existencia”) o de explicarse las razones de su desdicha. Alguien que ha asumido que el poeta es, al fin y al cabo, un ser solitario frente al misterio de la vida común (los instantes después de la tormenta, el sábado en la aldea, el canto de un pájaro solitario) y la vida cósmica (la visión de los astros errantes, el infinito visto desde un otero, el coloquio perpetuo con la luna). ¿Y cómo hablar de todo esto? Desde luego en tono bajo, casi en silencio. Por dentro. Y su fuera y su dentro lo completan. “¿Haré algo grande alguna vez?”, se preguntaba a menudo.

Citati tiene la habilidad de ir trenzando su vida, sus zibaldones, sus poemas y sus cartas. Es verdad que va y viene, y a veces uno se pierde un poco, porque querría que el cultivadísimo Citati nos contara más de la vida de nuestro poeta (para eso habrá que esperar aún la espléndida biografía de Rolando Damiani, All’apparir del vero), pero su libro está tan cuajado de ideas sagaces, citas deslumbrantes, datos desconocidos, que no querríamos terminarlo nunca. Si Leopardi conocía bien a Heráclito (“A la naturaleza le gusta esconderse”), Citati conoce muy bien a Leopardi, creador, nos dice, “de aquella poesía moderna, melancólica y sentimental que había imaginado”. Es decir, aquella poesía de siempre que, sobre todas las cosas, le gustar decir el mundo escondiéndose de él y de ella misma.

Leopardi. Pietro Citati. Traducción de Juan Díaz de Atauri. Acantilado. Barcelona, 2014. 528 páginas. 25 euros

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