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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Héroes

Lo primero que hace Mario Conde al responder es aclararnos que los datos absolutistas sobre su ruina no son exactos, que no lo perdió todo, que le ha quedado patrimonio.

Carlos Boyero

Imagino que la razón más golosa de esa infatigable emisora de publicidad llamada Telecinco para que entrevisten a Mario Conde en la biblioteca de su mansión gallega y eruditamente rodeado de libros de derecho es la autopromoción de una miniserie dedicada a su trascendente figura, pero el tráiler que ofrecen de ella, con actores que buscan no ya el parecido espiritual sino también físico con los personajes reales (que parezcan caricaturas grotescas no es culpa suya), desmiente que la hayan escrito y dirigido Mankiewicz, Wilder o Berlanga. Tal vez aclare el misterio de las viles razones del sistema para destruir al arrogante tiburón blanco, pero la estética del producto invita a la huida inmediata.

Y ocurre algo muy gracioso en la entrevista de El gran debate. No recuerdo si es la voz en off del narrador que está describiendo el esplendor y el derrumbe de Mario Conde, o bien la de esa cosita entre meliflua y viscosa que responde al nombre de Jordi González, pero esta asegura con tono entre melodramático y épico que este hombre lo perdió todo. Lo primero que hace Mario Conde al responder es aclararnos que los datos absolutistas sobre su ruina no son exactos, que no lo perdió todo, que le ha quedado patrimonio. Normal. Los leones pueden sentirse derrotados, pero jamás que les ofrezcan tratamiento de pringaos en su desgracia. La historia y la lógica también demuestran que ningún multimillonario ha dejado de serlo del todo. Una cosa es el sagrado peso de la ley y el fatal encarcelamiento y otra que la justicia se las ingenie para levantarte toda la pasta que ganaste con el sudor de tu frente.

Está claro que la categoría moral de los grandes hombres refulge cuando les joden su ejemplar existencia. A Luis Bárcenas le ha bastado una semana de reclusión para que sus compañeros de trullo, gente no excesivamente letrada pero con exhaustivo conocimiento de las aristas de la vida y de la compleja naturaleza humana, hayan llegado a la lúcida conclusión de que es un héroe y de que poseyendo esos atributos no se da aires de grandeza. Y regala a sus entrañables compañeros pantalones cortos de marca y puros. Porque es así de colega, sin que nadie se lo exija.

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