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Cómo mola

Carlos Boyero

Algunos fervorosos creyentes que se volcaron incondicionalmente para que el Mesías negro alcanzara el trono y arreglara los problemas del mundo manifiestan años más tarde su decepción ante el mito y sus promesas incumplidas. Alguien como Matt Damon ha contado que ya no haría campaña por él, ni siquiera le votará. Y está claro que no deberías prometer cosas que en la practica son muy complicadas de cumplir, y que las palabras las arrastra el viento, y que habría que aplicar penas severas a los políticos que al lograr el poder transgreden aquello que juraron cumplir si eran elegidos.

A pesar de los pesares, es grato pensar que Obama ha hecho no lo que ha querido sino lo que ha podido y que, si siguen confiando en él, puede mejorar el estado de las cosas en su país, lograr que los pobres que estén enfermos no la palmen exclusivamente por la condición de ser pobres, pensárselo cien veces antes de declarar guerras e invadir países. Y ya sabemos que la política exterior de su nación no cambiará demasiado, pero tampoco irá a peor en sus relaciones con los demás. Y algo ha cambiado para bien en la lucha contra el racismo cuando un negro se convierte con naturalidad en el fulano más poderoso (me excedo, todos intuimos quien dirige ancestralmente los hilos del poder absoluto, o sea, de la economía) del universo. Y, por supuesto, que siempre es preferible lo malo a lo peor.

Y sabemos de la importancia de la imagen, pero también que es probable que esa imagen esté en armonía con el cerebro y con los sentimientos. La de Obama desprende estética y ética. Es fácil creer en ese hombre, pensar que no obedece a una fórmula, que te guste verle y oírle. No da igual que gane Obama o Romney. Y flipo con la certidumbre de mi amado Eastwood sobre el segundo: “Es un hombre decente, un hombre de negocios”.

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