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IDA Y VUELTA
Columna
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En viaje de estudios

En un paisaje de horizonte limpio se ve el edificio que Pedrosa y Paredes idearon para cubrir las ruinas de la villa romana de La Olmeda. En el interior de su edificio de principios del siglo XXI, la villa del siglo IV parece preservada como dentro de un cofre

Antonio Muñoz Molina
Interior de la Villa Romana La Olmeda.
Interior de la Villa Romana La Olmeda.

Yendo con gente que sabe, uno aprende a mirar. Viajo en coche, Castilla arriba, con una pareja de arquitectos. Vamos a ver una villa romana del siglo IV que está cerca de Palencia, pero desde la salida de Madrid ya me están induciendo a ejercer la facultad de mirar de una cierta manera, prestando atención a cada detalle del paisaje, si es que esa palabra puede aplicarse todavía a una gran parte de lo que se ve viajando por España, a esas afueras indeterminadas en las que se disgregan las ciudades. Salir de Madrid es adentrarse o alejarse en una proliferación que ya no es la ciudad pero que tampoco es el campo, y que reúne extrañamente dos formas de desolación que parecerían incompatibles, la de la abusiva presencia humana y la del desierto, la de la novedad sin talento y la ruina sin nobleza. Sobre un páramo sin árboles ni más presencia vegetal que las malezas secas en los arcenes de la autopista se levantan con su monótona vulgaridad las cuatro torres que serán el legado más visible de los años del delirio y la quiebra: en la mañana caliente de julio se parecen más aún a esas torres insensatas de cristal que se hacen construir los jeques en el desierto de Arabia. Carreteras, rotondas, vías de servicio, cruzan el territorio como cicatrices sobre un cuerpo devastado por la cirugía. El término “ordenación del territorio” cobra por estos parajes del extrarradio de Madrid un sarcasmo macabro, muy adecuado a la calaña de los figurones políticos de esperpento que lo administran.

En medio de algún desmonte queda alguna casa rural con la techumbre hundida. Ahora que ha terminado en colapso la era de prosperidad sostenida en la nada, en la mentira y la codicia, se ve que una gran parte del país ha quedado sumergida bajo una maciza inundación de fealdad: por encima de hectáreas de muros de ladrillo y tejados aplicadamente pintorescos, de naves industriales cerradas y atroces restaurantes de carretera amenizados por tinajas, se distingue apenas un campanario austero en el que anidan cigüeñas, alguna muestra casi siempre abandonada de lo que fue la arquitectura popular española.

El arquitecto, Ignacio Pedrosa, quita una mano del volante para indicar algún nuevo horror. En el asiento de atrás, Ángela García de Paredes, que comparte con él el estudio y la vida, mira igual de atentamente, como un segundo vigía. Pasado el túnel de Guadarrama el paisaje se ensancha y el cielo parece que se vuelve mucho más alto. A Josep Pla, con su mirada catalana, le llamaban mucho la atención los cielos muy altos y despejados de Castilla. Aprovecho que mis dos compañeros de viaje son arquitectos para preguntarles por qué hay tanta fealdad en España. Stendhal habla de un despotismo minucioso: en España, en cualquier ciudad, en cualquier calle, en medio del campo, lo asalta a uno una fealdad que es despótica y también minuciosa, y que siendo el resultado de una gran variedad de decisiones independientes entre sí acaba teniendo una asombrosa coherencia.

En un paisaje de horizonte limpio se ve el edificio que Pedrosa y Paredes ideraon para cubrir las ruinas de la villa romana  de La Olmeda

Se ve que Ignacio ha pensado mucho en el asunto. Me dice que en las últimas décadas pasamos con demasiada brusquedad de la pobreza extrema a la abundancia, y que por lo tanto no hemos tenido el sosiego que sí disfrutaron otras sociedades para encontrar un equilibrio razonable entre lo viejo y lo nuevo, entre lo que está bien cambiar y lo que merece ser preservado. Está convencido de que a los españoles nos espolea más eficazmente el talento y la escasez de medios que la abundancia, y me pone por ejemplo los métodos y las soluciones de la arquitectura popular. Y como las perspectivas profesionales se vuelven cada vez más oscuras, él y Ángela fantasean con un proyecto para el que le ofrezco mi apoyo inmediato: terminada en desastre la era de las empresas constructoras, él ve viable una empresa destructora, que se aplique con racionalidad y eficacia al derribo de muchos de los horrores innecesarios que se han levantado a lo largo de todos estos años, que recicle los materiales, que ayude a restaurar los paisajes arruinados y despeje solares en los que levantar por fin edificios bellos, simples, austeros, habitables, lugares públicos en los que pueda suceder una robusta vida civil. Y eso me hace acordarme de algo que descubrí viajando por Alemania el otoño pasado: la extraordinaria calidad de mucha de la arquitectura que se hizo allí en los años cincuenta y sesenta, para sustituir las viviendas y restaurar el tejido de las ciudades destruidas durante la guerra.

No haría falta tomar partido en ninguna disyuntiva entre lo viejo y lo nuevo, aunque eso sea lo más fácil en un país tan propenso al pensamiento binario: el sí o el no, los unos o los otros, los puros y los impuros, etcétera. Entre nosotros suele ocurrir que solo se preserva lo peor del pasado, y que lo peor de lo nuevo se construye a expensas de lo que merecía perdurar. En un pueblo de Palencia, ya cerca de nuestro destino, Ignacio y Ángela me piden que me fije en una colonia compacta de chalets adosados: la mirada se pierde en todas direcciones en una anchura despoblada, pero los constructores prefirieron ocupar el huerto de un monasterio medieval.

En el interior de su edificio límpido de principios del siglo XXI, la villa del siglo IV parece reservada como dentro de un cofre

La fealdad es siempre invasora: quizás lo propio de la belleza es presentarse con una cierta discreción, resaltar con naturalidad y hasta algo de cortesía en vez de imponerse tiránicamente o caprichosamente sobre lo que la rodea. En un paisaje de horizonte limpio que ya va teniendo los verdes fértiles del Norte se ve, alzado apenas en un montículo, sobre la tierra de labor y contra un fondo de chopos, el edificio que Ignacio Pedrosa y Ángela García de Paredes idearon para cubrir las ruinas de la villa romana de La Olmeda. Sobre muros claros de hormigón una alta celosía rodea y revela a medias una nave que vista desde el interior tendrá algo de la estructura flotante de un hangar de zepelines. El edificio protege las ruinas, los mosaicos deslumbrantes con escenas de cacerías y leyendas mitológicas, los rastros de una vida complicada y opulenta que debió de durar hasta los tiempos del derrumbe de la civilización romana, en esas tierras que ya estaban en los límites del imperio. Ese pasado remoto se muestra con la probidad meticulosa de la arqueología, que prefiere no rellenar con invenciones los espacios en blanco, dejar constancia, junto a cada hallazgo tangible, de la amplitud de todo lo que no se sabe. En el interior de su edificio límpido de principios del siglo XXI, la villa del siglo IV parece preservada como dentro de un cofre, emergiendo de la tierra y a la vez suspendida en el tiempo en una jaula translúcida. Lo más antiguo y lo más nuevo coexisten sin confusión en una doble temporalidad simultánea. Al llegar a él y luego al alejarse el edificio, desde las ventanillas del coche, se alza en el horizonte y al mismo tiempo se agrega a la línea que forman, en planos sucesivos, la tierra desnuda, los chopos, la serranía lejana. Si es tan factible y hasta tan evidente la belleza, tan simple, tan útil, uno se pregunta por qué tiende a ser más común la fealdad.

Villa Romana La Olmeda. Palencia. www.villaromanalaolmeda.com. Paredes Pedrosa arquitectos, 2009. www.paredespedrosa.com.

antoniomuñozmolina.es/

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