“En unos minutos ya estaba más abajo que el ‘Titanic”
National Geographic estrena el documental sobre el descenso de James Cameron a la Fosa de las Marianas
“En unos minutos ya estaba más abajo que el Titanic”, explica James Cameron en el esperado documental sobre su descenso al abismo Challenger de la Fosa de las Marianas, un estremecedor viaje que ha marcado un hito de la aventura y la exploración. El Titanic, viejo amigo del cineasta, yace a 3.800 metros en el fondo del Atlántico. En el Pacífico, a 338 kilómetros de Guam, el pasado 25 de marzo, embutido en una esfera incrustada en su raro submarino vertical verde Deepsea Challenger, Cameron seguía descendiendo: dejó atrás reinos oscuros donde ya no se aventuran las ballenas, la altura del Everest invertido, lugares que no saben de la luz ni conocen la esperanza. Y así llegó al final, con una nubecita de sedimento que al director de Aliens le recordó la polvareda de una astronave al posarse en otro planeta, al suelo último de nuestro mundo. Casi 11.000 metros. No batió el récord del batiscafo Trieste (11.034 metros) –el abismo tiene diferencias de relieve- pero se convirtió en el primer hombre en regresar a esa inconcebible región en medio siglo, el tercer humano en descender (ya solo hay dos vivos: él y el capitán retirado de la US Navy Don Walsh) y el único en viajar allí en solitario –con lo que si algo mal, claro, no puedes avisar a Kowalski-.
Voyage to the bottom of the earth, título de evidentes resonancias julesvernianas, documenta la extraordinaria jornada de Cameron en el abismo, su gran zambullida. Es un viaje, les advierto, al que hay que echarle imaginación. No esperen calamares gigantes y al cineasta enfrentándose a ellos a arponazos a lo Ned Land, ni los jardines y cementerios marinos de Nemo, donde las posidonias ejercían de crisantemos. Aquello de allá abajo es de una desolación lunar y de su inmensidad innominada apenas atisbamos –con nuestro oscarizado acuonauta- un decepcionante paisaje de pocos metros. Lo más raro en realidad es el submarino, cuyo movimiento remeda, según Cameron, el de los caballitos de mar. La emoción la tiene que poner uno mismo. En fin, como con las primeras imágenes del Apolo XI en 1969.
Significativamente, el documental (que estrena esta noche National Geographic a las 23.30) se arma especialmente a base de imágenes de los preparativos de la inmersión y del final de la misma, de recreaciones virtuales, y de sobrias tomas de Cameron explicando su aventura a posteriori como podría hacerlo ante una audiencia en un teatro. Resulta curioso que la primera gran expedición submarina del siglo XXI, fervientemente entregada a la tecnología, tenga su principal apoyo en la narrativa oral. Probablemente nos pasará igual cuando lleguemos a Marte (quién sabe si de nuevo con el cineasta explorador o algún otro aventurero millonario a la cabeza): no hay nada tan poderoso como la imaginación, y nada la excita tanto como la palabra. De las imágenes de la misión, me quedo con el recurrente primer plano de Cameron en su burbuja, boquiabierto y manejando con dos deditos unos sucintos controles muy poco melodramáticos que sugieren más los de un videojuego que los del Nautilus o los del Seaview.
En el fondo (y valga la palabra) yo no alcancé a ver nada vivo, pero gente más competente –y menos angustiada pensando en lo que se debe sentir a esa profundidad en la que todo encoge (!) y en la que no hay posibilidad alguna de rescate si van mal dadas- dicen que han visto en las imágenes como pequeñas gambas. Cameron no da muchos detalles sobre el particular, supongo que aún habrá mucho que analizar.
Resulta muy emotivo que la primera persona a la que se encuentre el cineasta al salir de su sumergible, ya en cubierta del barco nodriza, sea el octogenario Walsh. Otro momento emocionante es cuando se pierde la conexión entre el buque y el submarino: “Deepsea Challenger, ¿me copias?”. El propio Cameron bromea con lo sorprendente y “dulce” que fue, cuando estaba en el fondo, oír la voz de su mujer actual, Suzy, aunque me da la impresión de que le molestó un poco que interrumpieran su solitaria comunión con las profundidades. Acomodado como un yogui y descalzo, el director de Avatar pasó tres horas en el fondo (el Trieste estuvo solo 20 minutos), moviendo su vehículo vertical y llevando la luz de su gran panel discotequero de focos LED como un Prometeo doblemente titánico a aquel mundo de eterna oscuridad.
Cameron, solitario embajador en el abismo, tiene la generosidad de homenajear a los predecesores (“los pioneros”) y de incluirnos a los exploradores de butaca en su peripecia: “Si va una sola persona todas las demás viajan en espíritu”. Probablemente lo más importante de su inmersión sea el hecho mismo de realizarla. Cuando en 1960 Walsh y Piccard regresaron de la primera visita a fondo del océano, la Marina estadounidense que era la que pagaba consideró la aventura un desperdicio de recursos. Total, se dijeron, para ver un pleuronéctido (una especie de lenguado o rodaballo)… Lo que molaba entonces era ir a la Luna. Regresar a la profundidad definitiva vuelve a abrir la puerta a esa última frontera del planeta. Aunque, y eso nos da una de de lo hostil del medio, a diferencia de en la Luna en la Profundidad Challenger es imposible dejar la huella de tu bota, a no ser que quieras quedar tan aplanado como el lenguado del Triste.
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