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Supremo

Carlos Boyero

Viviendo permanentemente en la incertidumbre y la duda, con el desasosiego y la inseguridad que ello provoca, sentí un alivio grandioso cuando un monarca, condición opulentamente terrenal que obedece a un infalible designio de Dios, nos reveló en un discurso navideño y torrencialmente humanista, que la justicia era igual para todos. Viniendo esa afirmación de boca tan sabia y ecuánime despejaba para siempre no solo el enraizado escepticismo de la plebe o la cínica confirmación de los poderosos de que la justicia ha tenido, tiene y tendrá distintos y lógicos criterios al dictar sentencia sobre los delitos que cometen los ricos (aunque sus neuronas deben de ser ínfimas, cosa de pringaos, si se ven obligados a que les juzgue un tribunal) y los pobres. La frase del monarca también niega esa sentencia transmitida a través de múltiples generaciones, esa ordinariez maximalista de que la sentencia siempre dependerá del humor, los intereses o los caprichos del muy humano juez que te haya tocado en el juicio. Como si eso fuera una vulgar lotería, desconfiando de la sagrada objetividad y el anhelo de verdad que resulta inherente a la condición de juez.

Y puedes entender que los jueces normales se equivoquen alguna vez. O que sirvan ejemplarmente a sus dueños. O que su presunta ingenuidad facilite la huida de España del jefe de la Camorra Antonio Bardellino, el pobrecito en libertad bajo fianza. O que prescindan del odioso corporativismo para arruinar la carrera de Garzón. Por exhibicionista, por chulo, por empeñarse en actuar como El Llanero Solitario contra una excesiva variedad de rufianes todopoderosos.

Pero lo que verdaderamente nos acojona al vulgo es el papado de la justicia, ese título tan grandioso y con presumibles atributos divinos de presidente del Supremo y del Poder Judicial. Y aunque nuestra imaginación tienda al delirio, no puede concebir que Yavéh se haya pringado en algo tan lumpen como cargar a los ciudadanos las facturas de veinte viajes de sus vacaciones y añadidos los gastos de su celoso séquito. Y los eternos malpensados y su ansia de alarma social creerán que si la justicia suprema se corrompe con esa migajas, tampoco desdeñará que le ofrezcan tesoros. Que Dios se apiade de procer tan piadoso.

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