Hockney cambia el sol por los bosques
Con 24 años se enganchó al sol de California Vivió en el optimismo de hombres guapos y piscinas Con 75 años, el pintor se ve enamorado de los húmedos paisajes ingleses donde nació El Guggenheim muestra el cambio
Como Constable, David Hockney ha regresado al paisaje de su juventud para pintar los Wolds, las mullidas colinas del condado inglés de Yorkshire. Las ha dibujado en papel, al óleo y también con su iPhone y su iPad, las nuevas tecnologías que le han sorbido el seso.
En Bridlington, no muy lejos de Bradford, la ciudad gris donde nació, Hockney ha encontrado el mar a la puerta y el placer de pintar las 24 horas del día. Ha cambiado la soleada California por el placer de captar las estaciones, la primavera, el verano, el otoño y el invierno. Ahora pasa largas temporadas en la inmensa casa que compró frente al mar del Norte para su madre y su hermana. A Hockney (Bradford, Inglaterra, 1937) le gustó sobremanera descubrir cómo el tiempo parece detenido en esta zona. Cuando circulaba por las desiertas carreteras descubrió que había pocos carteles, menos coches y ningún poste eléctrico. “Puedo llevar lienzos enormes, nunca me encuentro con nadie. Puedo pintar con total tranquilidad. Disfruto mucho de este pequeño rincón de Inglaterra”, aseguró recientemente a su amigo el crítico Martin Gayford.
Hockney regresó a Inglaterra a principios de 2002. Tras más de 20 años viviendo en Los Ángeles, se sumergió de lleno en una húmeda primavera londinense cuando Lucian Freud le pidió que posara para él. Fue entonces, al atravesar por las mañanas Holland Park para acudir al estudio de Freud, cuando se dio cuenta de que echaba de menos la lluvia y observar cómo florecen los campos, los árboles. La evolución del paisaje a través de los largos inviernos y veranos y los cortos otoños y primaveras.
En los últimos años, Hockney es ya un vecino de Bridlington y ha explorado obsesivamente el comportamiento de la lluvia, los vientos, la nieve –y en ocasiones el sol– sobre árboles, plantas, campos, y la luz de las colinas del condado de Yorkshire.
Hockney es como el Coloso de Rodas. Un pie en las islas Británicas y otro en Los Ángeles. Si antes pesaba más Estados Unidos en su vida, el proceso ha sido invertido en los últimos años. “Bridlington puede estar físicamente aislado, pero no lo está por vía electrónica. La tecnología es tan buena aquí como en Los Ángeles”. Hockney siempre ha sentido delirio por las novedades, y ha usado las polaroids, las impresoras láser, las máquinas de fax, las fotocopiadoras y los programas de ordenador con tanta maestría como el lápiz y el pincel. En un rasgo de humor, Hockney y sus ayudantes llaman ahora Bridlywood a Bridlington, por las películas sobre el trabajo del artista que él mismo se ha encargado de rodar.
Puedo pintar con total tranquilidad. Disfruto mucho de este pequeño rincón de Inglaterra
Las obras de David Hockney se mostraron por primera vez en 1960 en la exposición Young contemporaries, germen de lo que algunos llamaron el pop art británico. Hockney puso tierra por medio de cualquier adscripción. Él es un gran dibujante, pero no le interesa nada el arte academicista, ni siquiera la abstracción o cualquier otro movimiento. En la década de los setenta pintaba retratos en lo que él denominaba estilo naturalista. Más tarde, cuando descubrió las infinitas posibilidades de la cámara Polaroid, comenzó a hacer cuadros puzles con miles de fotos descompuestas. Su larga etapa en Los Ángeles le convirtió en una celebridad. El azul de sus piscinas, las palmeras, los cielos brillantes, los retratos de actores y actrices de Hollywood, llenaron páginas de una iconografía con la que cosechó honores y aplausos. En aquellos años se convirtió en uno de los mitos del arte pop, una etiqueta que siempre quiso esquivar. Inquieto, se volcó en pintar los decorados para óperas de su admirado Wagner hasta que un buen día sintió la necesidad de cambiar de aires y de técnica, y volvió a Londres y a la acuarela. Y de ahí, a pintar al aire libre, como un pintor del XIX, los paisajes de su infancia solo medió un paso. Se reencontró con los horizontes rurales de Yorkshire, de donde se marchó en cuanto pudo. A los 24 años se instaló en California, atraído por los inmensos paisajes de Estados Unidos, por el calor permanente del sur californiano y también por la belleza de sus hombres.
A los 75 años, las nuevas tecnologías son su estímulo. Primero fue el iPhone, ahora el iPad. Y Hockney ha vuelto a vibrar observando árboles, “la manifestación más poderosa de la fuerza vital que podamos contemplar. No hay dos iguales, como ocurre con las personas”. La naturaleza le ha atrapado. A bigger picture, la exposición que se ha podido ver en la Royal Academy de Londres y que ahora llega al Museo Guggenheim de Bilbao, es una sucesión de árboles, densos, altos… y también, sí, talados. En las inmensas salas de la Royal Academy, los cuadros llenos de troncos apilados en lugares donde las copas no dejaban ver el cielo provocaban gran emoción en el espectador. Son sus tótems, grandes, impresionantes.
Para preparar su gran exposición, Hockney alquiló un gran almacén en Bridlington y lo llenó de sillas con ruedas para que sus colaboradores pudieran desplazarse sin tener que dar largas zancadas. Ante una luz uniforme, Hockney practica el placer de mirar. Su gran tema no es otro que “la variedad infinita de la naturaleza”. El artista asegura que vemos con la memoria, y Marco Livingstone, comisario de la exposición, explica que la reencarnación de Hockney en un pintor de paisajes tiene su referente en la perspectiva que logró con los cuadros que expuso en el Centro Pompidou de París en 1999, David Hockney, espacio / paisaje, en la que exhibió sus dos grandes pinturas del Gran Cañón del Colorado.
Livingstone lanza la idea de que en todo este proceso de convergencia hacia la naturaleza, los tres años que pasó pintando acuarelas fueron la piedra Rosetta para su regreso al “lujo” del óleo. Es decir, para llegar a esta reconversión fueron las acuarelas las que entrenaron su mano y fortalecieron su muñeca para poder pintar esos gigantescos cuadros con el paisaje del este del condado de Yorkshire.
Cuando más cómodo se encontraba trabajando en Los Ángeles, Hockney dejó de hacerlo. Su mente necesitaba otro impulso y el artista miró hacia atrás, a las acuarelas de los paisajes del Nilo que pintó en 1963, y decidió intentarlo de nuevo. Primero fue en busca de la luz a Islandia y Noruega; pasó también por España, y finalmente se dio cuenta de que no necesitaba alejadas localizaciones para pintar paisajes; las tenía en sus raíces, en el lugar donde nació. La cosa se complicó cuando decidió, en otoño de 2007, aceptar la invitación de la Royal Academy de Londres para exponer sus paisajes.
Hockney ha trabajado durante cuatro años como para un maratón. En cuanto amanecía, se dirigía en un todoterreno conducido por su ayudante a los caminos cercanos a Bridlington. Pintaba sin cesar los cambios de las estaciones en los árboles, en el paisaje; el delirio llegaba a finales de mayo para ver florecer el espino, una fiesta fugaz, que se escapa tan pronto como eclosiona. Era una carrera contrarreloj, en cuanto despuntaba el primer brote cuajando los arbustos de flores blancas. En otoño y en invierno, la percepción se volvía más sutil; las ramas de sus cuadros se llenan de más matices cuando están desnudas, sin hojas; los colores aparecen más delicados.
Pintar la naturaleza en estos últimos años le ha dado a Hockney la posibilidad de disfrutar cada momento del día. La memoria del lugar donde crecimos está impresa en nuestro código genético. Los artistas se identifican además con sus paisajes. Hockney regresó a los lugares de su niñez y emprendió una obra colosal. La documentación para la exposición ha sido exhaustiva. En infinidad de fotografías se ve a Hockney en pleno invierno con sombrero y bufanda, con un palmo de nieve alrededor, sentado frente al caballete con la mesa de cámping desplegada con un montón de envases que contienen las pinturas. De pie, en el estudio, delante de uno de sus enormes óleos, vestido con la camiseta de rayas que recuerda a Picasso. En otras fotos aparece absorto ante el paisaje, vestido con esos pantalones de cuadros tan californianos y la sempiterna gorra blanca calada hasta los ojos. Destila energía. Cuando estalla la primavera, Hockney adopta los colores de sus piscinas de Los Ángeles, y los verdes cobran vida y los rojos se amotinan. Es tal la explosión de tonos que una ojeada a esos cuadros provoca sensación de mareo.
Cuenta Hockney que los ojos se le cansan de tanto mirar. Cuando los músculos oculares dicen basta, el pintor se echa en la cama, se desprende de sus gafas redondas de miope y cierra los ojos. Va reconstruyendo la visión con su memoria. Se diría que ha observado tanto, que ha mirado tanto, que ha visto crecer la hierba. En esos días en Bridlington seguro que recordó más de una vez a su admirado Monet. A ambos pintores les une el delirio por pintar hasta la última hoja del paisaje que les envuelve. Monet se obsesionó con los nenúfares. Hockney lo ha hecho con los árboles.
Una de sus series, la que ha llamado El túnel, una pista forestal flanqueada por árboles y arbustos que cuando florecen forman un pasillo vegetal, es una sucesión de instantes tocados por el clima. El túnel lo pintó por primera vez en 2005 y ha vuelto a él con tozudez una y otra vez. Pero si hay un gran cuadro, ese es el titulado La llegada de la primavera en Woldgate, East Yorkshire en 2011 (dos mil once), una instalación compuesta por una gran pintura de 32 lienzos rodeada por 51 dibujos realizados con iPad e impresos sobre papel que registran la transición desde el inverno hasta el final de la primavera en un pequeño sendero de Yorkshire. En él se aprecia enseguida la experiencia de Hockney en el diseño de escenografías para ópera.
Uno de sus juegos, un deslumbrante óleo de más de siete metros de largo, es una investigación acerca del sentido del espacio en la obra de Claudio de Lorena El sermón de la montaña (1656). Una visita de Hockney a la Frick Collection en Nueva York fue providencial. El pintor se sintió atraído por el efecto espacial que el artista francés consiguió y desmenuzó la obra de Lorena en 30 lienzos. Cuando dio la pincelada final, lo tituló, con su humor tan inglés, Un mensaje más amplio.
“La exposición es acerca del placer, acerca del placer visual, conectando con la naturaleza. Es una exhibición muy generosa con el espectador”, ha dicho el comisario, Marco Livingstone.
Pocas veces un artista se ha entregado tanto como en esta exposición, grande y total. Más de 190 obras en las que ha experimentado con técnicas, luces, colores, sensaciones, recuerdos que marcan una vida desde la niñez.
La exposición ‘David Hockney: una visión más amplia’ podrá verse en el Guggenheim de Bilbao del 15 de mayo al 30 de septiembre.
Babelia
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