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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Espectacultura

David Trueba
El escritor Mario Vargas Llosa, en su casa de Madrid
El escritor Mario Vargas Llosa, en su casa de MadridCLAUDIO ÁLVAREZ

De entre las más activas e implicadas cabezas en la realidad diaria, destaca la de Vargas Llosa. Aunque lleva rechazados en dos mandatos distintos el Ministerio de Cultura y la dirección del Instituto Cervantes, con sabia resistencia a ser usado como florero político, siempre se manifiesta con claridad y agudeza sobre asuntos de la sensibilidad inteligente. Ahora presenta La civilización del espectáculo, cruce entre el análisis desesperanzado y los artículos provocadores sobre cuestiones culturales, sociales, religiosas y hasta eróticas. Por más prevenido que uno esté ante el desánimo de la edad y el uso fraudulento que se hace de la palabra cultura a todas horas, urge leerlo. Discrepar en lo esencial no evita la admiración por alguien que mejora cualquier discusión con su alergia a nuestro eterno sectarismo.

Que el análisis postrero de un autor que goza de éxito y prestigio al alcance de muy pocos, sea tan deprimente como para afirmar la muerte de la cultura verdadera frente al comercio del espectáculo, no deja de sorprender. Qué dirían Cervantes o Quevedo, con la miseria y persecución que jalonó su vida de artista en un país siempre enfrentado a la inteligencia, de una época como la nuestra, con sus premios Nobel y sus adelantos editoriales. Es incómodo salvar la cara a nuestro tiempo, pero una perspectiva generosa ayuda a no arrojar la toalla, sino a buscar culpables y quitarles la máscara. Y no son los artistas plásticos que tanto desprecia Vargas Llosa, como Damien Hirst que ahora repone en la Tate Modern algunas de sus piezas más representativas. Hasta quizá tras ellos se esconda un latido de protesta. Sus desplantes y guiños superficiales combaten el éxito desde dentro; lo alcanzan con propuestas insultantes, luego insultan ese éxito.

Decir que el erotismo ha perdido la batalla frente a la zafia satisfacción de la pornografía, es enfrentar el instinto humano con su otra capacidad para la recreación y la trascendencia. Suena como decir que el sexo ha acabado con el amor. Me temo que los antiguos griegos apreciaban la belleza del modelado de Praxíteles sin dejar de sodomizar púberes esclavos. Por eso merece la pena ampliar el campo de batalla que propone Vargas Llosa al enemigo real. Mañana más.

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