Muere Joaquín Vidal, crítico taurino de EL PAÍS
El maestro, escritor deslumbrante y látigo del fraude de la fiesta, será enterrado mañana en Madrid
La Maestranza ha guardado hoy un minuto de silencio en memoria de Joaquín Vidal. El maestro que logró convertir la crónica taurina en una de las bellas artes había caído enfermo el pasado mes de octubre. Los médicos le descubrieron un cáncer. Desde entonces no cesaron de llegar llamadas de sus lectores a la redacción de EL PAÍS interesándose por su salud, añorando los artículos que escribió generosamente desde el 4 de mayo de 1976, día de la salida del diario a la calle, con la crónica (inserta en la sección de Deportes) de una novillada en Las Ventas titulada Sánchez Puerto, todo un torero.
Vidal, de 66 años, ha muerto a las 08.30 en la Fundación Jiménez Díaz de Madrid, en la que ingresó reiteradas veces en los últimos meses. Su cuerpo está siendo velado en la intimidad en el Tanatorio de la M-30, donde mañana habrá una misa a las 08.00. Será enterrado, a las 09.15, en el cementerio de la Almudena.
Su brillante carrera periodística empezó en el Hierro de Bilbao. Luego fue colaborador de La Codorniz, durante nueve años. "Aquel era un humor fetén", contaba el creador de la célebre sección taurina Las vacas enviudan a las cinco: "Un humor muy distinto del de los caricatos de ahora: lo vulgar, lo chabacano, lo pornográfico, lo escatológico y los lugares comunes, todo eso estaba prohibido por una ley no escrita".
Y ésa fue una de las máximas de su labor posterior: no caer nunca en la vulgaridad ni en el topicazo. En aquellos años 60 Vidal cumplió el prototipo de español pluriempleado: compaginaba La Codorniz con su puesto de funcionario en el Instituto Social de la Marina, las crónicas taurinas en Pueblo y las colaboraciones en Radio Madrid y TVE.
Después, fue informador y crítico taurino del diario Informaciones. De ahí, a El PAÍS, donde vivió 26 años de infatigable peregrinaje por las ferias españolas. Empezaba el año en Valdemorillo y hasta la Feria de Otoño pasaba por Valencia, Sevilla, San Isidro, San Fermín, Bilbao, San Sebastián, Guadalajara, Arganda del Rey y San Sebastián de los Reyes, pero encontraba tiempo para algunas actividades complementarias: sus jugosas entrevistas a escritores, la crónica anual del Sorteo de la Lotería Nacional (que hizo incluso este último año), el coleccionable de la Tauromaquia, o su artículo semanal en la sección de Madrid.
El pintor Eduardo Arroyo, gran aficionado a la fiesta, lamentó profundamente la pérdida de Vidal, "seguramente la pluma más brillante en el mundo de los toros". Destacó su independencia, su gran cultura, su ingenio -"su sentido del humor era prodigioso", dijo-, y comentó cómo Vidal cubrió una conferencia que dio en el Museo del Prado. "Fue sorprendente, convirtió un acto sobre cuestiones artísticas en un apasionante crónica taurina, al estilo de las suyas".
Todo lo hacía con entusiasmo, puntualidad y profesionalidad ejemplares, y durante sus viajes procuraba comer bien y alejarse todo lo posible de los hoteles y los ambientes de los taurinos.
En una reciente entrevista, concedida a la revista www.talavera-toros.org, lo explicaba así: "Hospedarse donde están los toreros, los ganaderos, los empresarios, los apoderados, los mozos de espadas, los ayudas de los mozos de espadas, los partidarios de las figuras, los aficionados de hotel, los aduladores, los gorrones y los trincones es una lata. Los taurinos actuales han experimentado un enorme cambio. Aquellos taurinos que conocí en mis primeros años de informador y cronista, con quienes departí muchas horas hablando de toros, la mayoría de ellos imaginativos, ocurrentes, que conocían la fiesta y la amaban de veras, también han desaparecido. Los taurinos actuales son, sinceramente, bastante ineptos y aburridos. O sea, como los pegapases, pero en taurino".
Muchos taurinos, acostumbrados al éxito fácil, el toro inválido y las críticas favorables en todos los casos, no le perdonaron su rectitud. Pero él se crecía con el castigo. A más presión, más casta, más calidad, más rigor, más ironía. En su último artículo, publicado el 19 de marzo en la sección de Madrid y titulado Temporada, explicaba cómo recibía las cornadas del entorno.
"Sabe un servidor que le llamarán derrotista y enemigo de la fiesta. En esta cuestión (y en otras, no se crea) tiene amplia experiencia. También dirán, por lo mismo, que no sabe escribir de toros. Sin embargo, tampoco conviene ser tan radical. Algunas veces sí sabe (más o menos). Dicho sea sin ánimo de ofender y mejorando lo presente".
Así fue haciéndose un hueco en el corazón de los lectores (Cortázar lo definió como "la esencia del casticismo"), ganándose el respeto de la afición y entrando en la historia del periodismo español: como un escritor de una talla, una cultura y un humor nada frecuentes.
Es cierto que su diagnóstico del estado de la fiesta era radicalmente negativo. "Hay público pero no hay afición", decía. "Prolifera la producción ganadera pero el auténtico toro de lidia ha desaparecido de los ruedos. El toreo que se hace nada tiene que ver con la interpretación en pureza de las suertes pues se trata de un pegapasismo ventajista, monótono y adocenado fruto de la degeneración en el arte de torear".
Pero no había en esa descripción nostalgia personal, sino una defensa a muerte de la dignidad y la integridad de la fiesta. Por eso daba leña a los isidros, los pegapases, los figurones, los subalternos que daban consignas absurdas desde el burladero ("toca, toca"), los empresarios golfos, los ganaderos que criaban toritos que se caían...
Cuando, en 1999, publicó el libro Toro, editado por Lunwerg con fotografías de Ramón Masats, comentó: "Antes, ir a los toros era agotador por la incertidumbre y la tensión que se vivía. Desde la época de El Cordobés, eso cambió, salvo el renacer de Antoñete y Andrés Vázquez. Los taurinos de hoy dicen que la fiesta se ha humanizado, pero es al revés. Cuando los toros se caen, queda un espectáculo vergonzoso".
Lo cierto es que Vidal disfrutaba como un niño hablando y escribiendo de toros, sobre todo si eran buenos. Le gustaba el café cortado, el Atleti de Madrid, las mujeres, la tertulia, la risa y la noche. Y todo lo hacía siguiendo las tres reglas básicas del toreo puro: parar, mandar y templar. Pero se emocionaba sobre todo con una faena de arte a un toro con peligro y trapío.
Las crónicas de Las Ventas las escribía en unas condiciones asombrosas: en el chiscón del garaje de una calle cercana, con poca luz y menos tiempo, entre clientes que iban y venían pidiéndole o dejándole las llaves como si fuera el encargado. El decía que eran "gajes del oficio", pero viéndole trabajar allí lo más asombroso era ver cómo llegaban sus textos: impecables de forma y contenido, sin erratas ni repeticiones y clavados de espacio. Solía recordar una faena de Antonio Bienvenida en San Sebastián de los Reyes, años 60, como la mejor que había visto. Saboreaba el toreo clásico, hondo y breve, de inspiración y pellizco siempre que el torero dominase a un toro íntegro y poderoso: en su corazón estaban, sobre todos los recientes, Curro Romero y Rafael de Paula, a quienes dedicó memorables crónicas y reportajes.
Sólo tenía una debilidad: los novilleros y los toreros modestos, los marginados del escalafón, gente como El Fundi, Víctor Puerto o Domingo Valderrama, que se labraban el camino a base de fatigas, cornadas, sudor y honradez.
Vidal había heredado la afición de su padre, que se vino a Madrid cuando él tenía 4 años. "Me empezó a llevar a la plaza y me aficioné enseguida", contaba. "Siempre he sido un elemento extraño y, cuando hacía novillos, en vez de irme al Retiro a ligar me iba a la Biblioteca a leer el Cossío. Hace falta ser gilipollas".
Además, cubrió para el periódico la agonía y muerte de Franco, el sorteo de la Lotería de Navidad, e hizo entrevistas singulares con escritores y académicos. Desde hace años tenía una colaboración radiofónica en la cadena Ser. Fue un maestro en todo lo que hizo.
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