Un pueblo descarrilado: el tren tóxico de Ohio que partió East Palestine en dos
Hace un año, un ferrocarril cargado de sustancias peligrosas se salió de la vía en esta tranquila localidad. Hoy, los vecinos se dividen entre los que piden pasar página del trauma y quienes no han vuelto aún a casa
Exactamente a las 20.54 del 3 de febrero de 2023, William Hugar estaba en su casa a las afueras de East Palestine (Ohio) haciendo lo de siempre: mirar vídeos en YouTube. Escuchó un “ruido muy fuerte”, pero siguió a lo suyo. Los años como camarero en un bar le enseñaron a comportarse como “un maestro de la calma en mitad del caos”, dijo el jueves pasado, descalzo a la puerta de su casa. Solo el insistente sonido de las sirenas de bomberos le hizo salir a la calle. Ahí fue cuando supo que a pocos metros del patio trasero, un tren cargado de sustancias tóxicas y paranoia había descarrilado. También, que ya nada volvería a ser lo mismo en el pueblo de 4.700 habitantes en la frontera con Pensilvania en el que vive. En el primer aniversario de aquel fatídico día, que se cumplió el sábado, sus vecinos se dividen entre los que quieren pasar página y quienes aún buscan respuestas.
El ruido sigue en casa de Hugar un año después: los equipos de limpieza pagados por la compañía ferroviaria Norfolk Southern, responsable del accidente, aún están trabajando, “24 horas al día, siete días a la semana”, para limpiar una enorme porción de terreno contaminado. Según la agencia de protección ambiental (EPA son sus siglas en inglés), se han retirado 177.000 toneladas de residuos sólidos y 166 millones de litros de aguas residuales. “Hay gente que se ha ido del pueblo”, cuenta Hugar. “¿Les habría seguido si tuviera el dinero? Es posible. ¿Tendré cáncer dentro de unos años como consecuencia de aquello? No puedo saberlo”.
La gélida noche del descarrilamiento, Zsuzsia Gyenes siguió las órdenes de las autoridades de quedarse en su casa a un kilómetro y medio de la zona cero. A eso de las tres de la mañana, sintió un “penetrante olor a químicos”, como si estuviera “en un salón de manicura”. Al rato, su hijo de nueve años se puso “violentamente enfermo”. “Entonces solo sabíamos que había habido un accidente, no que el tren fuese cargado de esas horribles sustancias”, explicó el viernes en una entrevista telefónica. Pese a que no estaba en la zona cuya evacuación se ordenó inmediatamente, Gyenes cogió al niño, que sufre de asma, y se fue a un hotel con lo puesto. Un año y varios cambios de hotel después, viven en Pensilvania, a una hora en coche. Aún no han vuelto a casa.
En los 38 vagones del convoy de 150 (y casi tres kilómetros de largo) que se salieron de la vía tras el incendio de uno de ellos por el sobrecalentamiento de un cojinete, viajaban productos químicos y materiales combustibles cancerígenos, como el cloruro de vinilo ―que se emplea para fabricar PVC y apareció a los dos meses en una prueba de orina del hijo de Gyenes― o sustancias que en el pasado se emplearon para armas químicas, como el fosgeno, uno de los productos que se liberaron en el aire, el suelo y las aguas superficiales con la explosión controlada que las autoridades decidieron llevar a cabo para evitar un mal mayor al lunes siguiente.
Aquella controvertida medida aún está sometida a debate porque, según los críticos con la gestión del desastre, agrupados en East Palestine en torno a una organización llamada Unity Council (concejo de la unidad), se tomó con prisa. La compañía, además, ocultó durante demasiado tiempo la lista completa de lo que movía el tren, pese a que los protocolos de actuación consideran esencial que los servicios de emergencia tengan inmediatamente toda la información de a lo que se están enfrentando.
Gyenes dice que en estos 12 meses el niño ha tenido erupciones periódicas y que tanta provisionalidad está afectando a su educación. Que ella no ha podido trabajar, que en cuanto pone un pie en East Palestine, el olor de aquella noche le provoca “mareos y náuseas” y que ha tenido que tirar casi todos sus “muebles y los recuerdos de toda una vida”, porque la peste no se va por más que lave las cosas una y otra vez. También cuenta que Norfolk Southern le había dicho que el 9 de febrero le cortarían el grifo de la ayuda que le prestan, pero las llamadas de los reporteros para contrastar esa información desembocaron en una prórroga.
Para ella, “es evidente que la compañía restó importancia a los efectos nocivos del descarrilamiento” y que el vertido provocó mezclas de sustancias cuyos efectos “no se han estudiado suficientemente”. En cuanto a los médicos locales, que recuerda que recibieron instrucciones ―en una reunión por Webinar que se hizo pública― de no someter a sus pacientes a “pruebas toxicológicas” porque no eran “necesarias”, le parece que “simplemente no saben cómo ayudar”. “Yo necesito una solución permanente, que me permita mudarme de una vez, así no puedo vivir”, dice.
En las calles de East Palestine, uno de esos lugares olvidados de Estados Unidos en los que nunca pasa nada hasta que de pronto pasa, una veintena de vecinos y propietarios de negocios compartieron esta semana relatos muy distintos a los de Gyenes. El deseo más repetido fue el de de pasar página. Después de todo, las mediciones de la EPA hablaron desde el principio (y aún hablan) de niveles de toxicidad normales en el agua y en el aire, aunque los funcionarios también les advirtieron que pueden pasar años o décadas antes de conocer las consecuencias reales de lo que sucedió aquel día. Mientras tanto, el Departamento de Sanidad de Ohio está preparando un nuevo estudio sobre los síntomas experimentados por los habitantes de la zona.
Un señor mayor, acompañado por su mujer, que se ayudaba de un respirador, dijo que no conocía a “gente enferma”, pero sí a “gente que aseguraba estar enferma”. Frente a un cartel que sentenciaba “Somos East Palestine; prepárense para la mayor resurrección de la historia de Estados Unidos”, otro culpó a los medios de ir siempre a buscar “a los mismos portadores de malas noticias, y no a la gente que ha superado el accidente”. Un tercero aclaró que nunca se había sentido tan seguro como ahora, que hay un “gran escrutinio sobre el agua que usamos”. “Tenga en cuenta que”, añadió, “este siempre fue un lugar polucionado: a las afueras hay un riachuelo llamado, mucho antes del accidente, ‘el arroyo del azufre”. Y Kat Smith, que abrió una tienda de gemas en la calle principal tres meses después del descarrilamiento, certificó que el pueblo está “bastante polarizado” sobre la mejor manera de enfrentar el trauma colectivo.
Ante la imposibilidad de saber exactamente cuán divididos están, pero las elecciones a alcalde del pasado noviembre pueden ayudar: en ellas, Trent Conaway obtuvo 792 votos que le permitieron revalidar su cargo, frente a los 605 de su rival, Matti Allison, que testificó en marzo en Washington ante el Senado “sobre los peligros de soltar petroquímicos en parques infantiles, escuelas, estadios de béisbol y pueblos de todo el país”. Esta semana, Conaway retomó el foco de atención mediática nacional por el aniversario, pero también porque hizo público su apoyo en la carrera presidencial a Donald Trump, que visitó el pueblo poco después del descarrilamiento. Al presidente Joe Biden, que anunció que acudirá por fin en febrero, aún lo están esperando. Esa ausencia ha tenido consecuencias. “En East Palestine no es una persona muy querida”, admite Chad Edwards, que desempeña un cargo “no político” como segundo de a bordo del Ayuntamiento. En las elecciones de 2020, el condado votó republicano (un 71%) en masa.
Lluvia de millones
“Mis vecinos viven en estado de negación, porque han pasado por un trauma y temen la verdad; no les culpo por ello”, considera Gyenes. “Nos acusan de asustar a la gente, pero es que esta es una historia de terror”. También cree que en el ánimo de estos influye que la ferroviaria ha regado East Palestine con 1.100 millones de dólares (1.017 millones de euros): 836 en concepto de costos relacionados con el medio ambiente y 381 en ayuda legal y asistencia a la comunidad. “Mi aspiración es que la respuesta de Norfolk Southern nos permita sentirnos orgullosos dentro de cinco o de 10 años”, dijo a la prensa local en enero Alan Shaw, director ejecutivo desde noviembre del gigante ferroviario, con sede en Atlanta. La compañía no parece haberse visto muy afectada por el descarrilamiento: su valor en Bolsa ha caído un inapreciable 0,4% y su capitalización bursátil asciende a 56.600 millones de dólares.
La “generosidad” de la empresa ha hecho que en esta historia de dos ciudades, Don Elzer, dueño de un vivero que el año pasado solo tuvo un cliente en su gran día, el de San Valentín, menos de dos semanas después accidente, se apunte al equipo del mejor de los tiempos. “Creo que Norfolk Southern hizo bien en pagar rápido en lugar de embarcarse en interminables juicios y acabar teniendo que hacerlo en unos años”. Su negocio está recuperado “al 80%” y recuerda que uno de los mayores temores de los vecinos, aparte de la salud, fue en aquellas semanas que el precio de la vivienda cayera por la imagen que el pueblo estaba proyectando al mundo ahora que por una vez este se había vuelto para mirarles. Fueron infundados: los informes inmobiliarios indican que el mercado se mantiene igual que el año pasado, entre otras cosas, por los centenares de trabajadores gubernamentales y de la ferroviaria que se mudaron para trabajar aquí.
Pese a esos buenos datos, Edwards confirmó el miércoles pasado en el Ayuntamiento que se había desechado la idea de conmemorar este sábado el aniversario. “No nos parece un motivo de celebración”, añadió. Quienes sí convocaron a una “velada de testimonios y un ritual de recuerdo” fue el Unity Council, que representa a quienes Elzer define como “los cabreados”, para recordar que hace un año “una bomba química estalló sobre el pueblo y afectó a varias millas a la redonda”.
Entre sus objetivos también está lograr que el descarrilamiento sirva para cambiar algo en la industria petroquímica y en la de los trenes de mercancías de hasta cinco kilómetros de longitud que conectan un país inabarcable. De momento, no están teniendo éxito. Tras el accidente, congresistas de ambos partidos promovieron una ley para evitar que algo así se repita. No solo esta nunca llegó, gracias al tenaz trabajo de los lobistas en Washington, sino que aumentó un 11% el número de siniestros registrados en los 10 primeros meses de 2023 por las cinco grandes compañías de ferrocarriles de carga (Norfolk Southern, que redujo el número de accidentes, no es una de ellas). Se calcula que una media de tres trenes se salen de las vías un día cualquiera en Estados Unidos. Muchos de esos sucesos no registran mayores consecuencias. Otros descarrilan para siempre la vida de un pueblo donde nunca pasa nada hasta que de pronto pasa.
El "Chernóbil de Ohio" que nunca fue
En la profundamente dividida East Palestine, algo pone de acuerdo a unos y a otros: el perjuicio que hace un año causaron a los vecinos los jinetes del apocalipsis conspiranoico. La imagen de la espeluznante nube tóxica que siguió a la explosión controlada desató, repetida en redes sociales, salvajes especulaciones como que la Administración de Biden estaba ocultando un “Chernóbil en Ohio”, que el accidente servía para distraer la atención de asuntos más graves o que existía un complot de la compañía y los demócratas para atacar, en virtud de la teoría del gran reemplazo, a un pueblo abrumadoramente blanco (98,2%) y mayoritariamente republicano (el condado brindó a Trump 71% de respaldo en las presidenciales de 2020).
Dan Shofstahl, propietario de una metalúrgica situada en un alto frente a la zona cero, un mirador privilegiado sobre los trabajos de limpieza, lamentó el miércoles pasado en su oficina que la imagen del hongo químico, “que duró unos cinco minutos”, se vaya a quedar “identificada para siempre con el pueblo”. Shofstahl aseguró que lleva un año viendo a los operarios de Norfolk Southern y de la EPA trabajar, y que “desde muy al principio lo hacían sin protección”. “Eso solo puede significar dos cosas: o no hay peligro, o no les importa morir”.
Jesse Walker, autor del libro The United States of Paranoia: A Conspiracy Theory (Estados Unidos de la paranoia: una teoría de la conspiración), explicó que aquella siguió un modelo clásico, suma de dos factores: “el enemigo superior y el enemigo exterior”. “La primera parte es plausible, porque ha sucedido más veces antes: alguien ahí arriba, el Gobierno o el poderoso capital, miente sobre el verdadero alcance del daño causado”, explica Walker por teléfono desde Baltimore. “La segunda es la más disparatada: alguien de afuera, Biden o los demócratas, en este caso, se alía con la ferroviaria y hace daño a la comunidad con el fin de contribuir al reemplazo del hombre blanco por unas minorías más favorables a sus intereses. Esta parte siempre cojea del mismo lado desde el punto de vista de la lógica: precisa de la complicidad de demasiadas personas como para que pueda mantenerse en secreto”.
Las respuestas de las autoridades en los primeros días, lentas y torpes, pusieron la guinda. Crearon las condiciones perfectas para la difusión de esas conspiranoias en plataformas como TikTok, cuyos usuarios buscan actualizaciones al segundo. Esa falta de pausa es el caldo de cultivo perfecto, según Walker, para que acabar creyendo cualquier cosa.
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