¿Cómo se apaga la sed de piel?
En una de las salas de un orfanato de Düsseldorf, una mujer conocida como “la vieja Anna” conseguía revivir a los bebés de manera natural cuando estos empezaban a manifestar los primeros síntomas de marasmo


El lenguaje científico es frío y preciso, aunque hay veces que incluye palabras juguetonas cuya sonoridad hace cosquillas al oído. Tal es el caso de la palabra “marasmo”, de origen griego, que viene a nombrar una patología que señala la desnutrición y el enflaquecimiento del cuerpo durante los primeros 24 meses de vida.
Cuando dicha palabra llega a la literatura, el significado toma otro matiz y “marasmo” viene a ser sinónimo de quietud. Sin ir más lejos, Carmen Laforet en su novela Nada nos cuenta cómo “del viejo balcón de una casa ruinosa salió una sábana tendida, que al agitarse me sacó de mi marasmo”. Y Gabriel García Márquez, en Crónica de una muerte anunciada, se refiere al “marasmo de las dos de la tarde”.
Resulta curioso comprobar cómo una palabra transforma su significado dependiendo de su dimensión, en este caso de su dimensión figurada y literaria. Y más curiosa —y mágica— aún, nos resulta la historia del pediatra Fritz Talbot, quien logro resolver el enigma de la mortalidad infantil en los orfanatos norteamericanos a causa del marasmo. Y lo hizo invocando a la denominada “sed de piel”.
Porque, en un principio, y según el informe presentado en 1915 por el pediatra neoyorquino Henry Dwight Chapin, la mortalidad infantil de los orfanatos llegaba a ser preocupante. De todos los orfanatos visitados para hacer su informe, el doctor Henry Dwight Chapin se encontró que sólo sobrevivían los bebés cuyos padres adoptivos o parientes los sacaban de allí, aunque fuese por un breve espacio de tiempo. Por decir no quede que la idea dominante en lo que respecta a la pediatría era un tanto dura en aquellos años; condicionada por el desafecto y la distancia con los bebés. El origen de este trato se debía al profesor de pediatría de la Universidad de Columbia Luther Emmett Holt, cuyo manual, titulado The Core and Feeding of Children, publicado en 1894, tuvo tanto predicamento que siguió vigente hasta mediados de los años 30.
En el citado catecismo, Emmett Holt daba una serie de pautas a seguir en lo que se refiere al cuidado de los recién nacidos, recomendando evitar arrullarlos en los brazos así como en la cuna mecedora, midiendo los mimos y realizando la lactancia con biberón. Cada consejo de Emmett Holt fue un error, tal y como demostraría Fritz Talbot, quien había estado en Alemania poco antes de la Primera Guerra Mundial estudiando la importancia del contacto físico con los bebés y experimentando con su práctica.
Como si de un cuento de Navidad se tratase, en una de sus visitas a un orfanato de Düsseldorf, a Talbot le llamó la atención la figura obesa de una mujer que cargaba un bebé en sus brazos. Se la conocía como “la vieja Anna”, y era una mujer que conseguía revivir a los bebés cuando estos empezaban a manifestar los primeros síntomas de marasmo. Con este ejemplo, Talbot introdujo el contacto físico en la pediatría norteamericana, dejando atrás las recomendaciones de Henry Dwight Chapin, pues el resultado de la experiencia sensorial en los bebés afectados por el marasmo hablaba por sí solo.
Porque el contacto físico es tan importante —o más— que la ingesta de alimentos. La denominada “sed de piel” sólo se cura de una manera y esa manera siempre está al alcance de nuestras manos.
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