Cuando se descubrió la relación entre la nitroglicerina y la disfunción eréctil
El empleo medicinal de la nitroglicerina fue descubierto por casualidad, cuando se supo que los trabajadores de una industria de explosivos se vieron afectados por continuos dolores de cabeza
Los asesinos de la luna (Random House) es el título del trabajo periodístico de David Grann dedicado al exterminio de indios ocurrido durante los años veinte en Oklahoma. Entre sus páginas encontramos un episodio explosivo; el momento en el que se decide hacer saltar por los aires la vivienda de unos indios osage. Para ello, los asesinos emplean nitroglicerina contenida en un jarro que lleva un “rollo de mecha atado al pitorro”. El explosivo es transportado con “mucho cuidado”; el asunto no es para menos, pues, la nitroglicerina —un compuesto de ácido nítrico, ácido sulfúrico y glicerina— es un aceite inestable y, por ello, muy sensible a cualquier movimiento. Un paso mal dado puede ser criminal.
Sin ir más lejos, Ascanio Sobrero, su descubridor, tenía la cara marcada de cicatrices por el estallido de un tubo de ensayo mientras estaba experimentando con ella. Ocurrió en 1847, cuando trabajaba bajo la tutela del profesor Théophile-Jules Pelouze en un laboratorio de la Universidad de Turín. Al añadir glicerina a la mezcla concentrada de ácido nítrico y ácido sulfúrico, obtuvo como resultado la explosión que le marcó la cara para siempre. Con esto, advirtió de su peligro.
Inicialmente, bautizó la nueva sustancia con el nombre de piroglicerina. Tuvieron que pasar algunos años hasta llegar a 1866, cuando la inestabilidad de la nitroglicerina fue neutralizada con otro invento, el de la dinamita, que la hizo transportable y segura. Para ello, Alfred Nobel mezcló la nitroglicerina con tierra de diatomeas, unas algas fosilizadas que consiguió del río Elba.
La mezcla dio lugar a una pasta moldeable en forma de barra; un explosivo seguro que se activaba sólo por detonación. En un principio llevó el nombre de Pólvora explosiva de Nobel, pero luego cambió su nombre por una palabra de origen griego que viene a significar poder: dýnamis (δύναμις). Pero volvamos a la nitroglicerina, la base de esta pieza y material sensible cuyo uso farmacéutico se extiende con la llegada del siglo XX.
Su empleo medicinal fue descubierto por casualidad, cuando se supo que los trabajadores de una industria de explosivos del mismísimo Alfred Nobel se vieron afectados por continuos dolores de cabeza. Los informes médicos dieron como resultado que los citados dolores de cabeza eran el efecto de la dilatación de los vasos sanguíneos que, a su vez, tenían su origen en la manipulación de nitroglicerina.
Su efecto vasodilatador fue lo que llevó al Doctor William Murrell -en 1878- a experimentar con ella en pacientes con angina de pecho e hipertensión. Hay que recordar que los dolores de la angina de pecho son debido a la estrechez de los vasos sanguíneos. Esto nos lleva hasta finales de siglo pasado, cuando, en 1998, se concedió el Premio Nobel de Fisiología y Medicina a tres farmacólogos estadounidenses: Robert Furchgott Louis Ignarro y Ferid Murad. Habían descubierto la molécula clave en la circulación sanguínea identificada como óxido nítrico, un mensajero químico que consigue que las moléculas se relacionen entre sí. De esta manera, la erección, que es iniciada por estimulación del sistema nervioso, provoca la liberación de óxido nítrico.
Con ello, los efectos del óxido nítrico nos ilustran acerca de las propiedades vasodilatadoras de un compuesto químico como la nitroglicerina, descubierta como poderoso explosivo y utilizada como base para la dinamita. Con arreglo a esto, resulta paradójico que Alfred Nobel sufriese angina de pecho y que no hiciera caso de su médico cuando le recetó pastillas de nitroglicerina, falleciendo en 1896 de enfermedad coronaria sin prestar atención al compuesto químico que fue la base de su invento, rompiendo de esta manera la trayectoria de un círculo de azares que lo llevó a la muerte.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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