Biografía de un bulo
La teoría de que el virus es un arma biológica evidencia prácticas delictivas
El bulo de que el virus pandémico había sido creado en un laboratorio empezó a circular al mismo tiempo que el agente infeccioso mismo, allá por diciembre de 2019. Se apoyaba en algunos argumentos novelescos y seductores, como el hecho de que la pandemia estalló en la misma ciudad china, Wuhan, que aloja un instituto de virología de élite que, además, estaba investigando en coronavirus de murciélagos. No fue hasta marzo que Nature Medicine publicó un análisis genómico que indicaba con fuerza que el SARS-CoV-2 provenía de unos primos lejanos que infectan a los murciélagos en la naturaleza. La investigación, de hecho, había estado promovida en parte por el propio bulo del origen artificial. Y debería haberlo destruido, pero no fue así en absoluto.
El bulo no hizo más que crecer desde entonces hasta llegar a los más altos despachos del liderazgo mundial. De nuevo igual que el virus, ha experimentado una variedad de mutaciones y variantes complicadas. Por ejemplo, que la creación del SARS-CoV-2 en un laboratorio era producto de una conspiración internacional dirigida por Pekín, Bill Gates y los empresarios de la telefonía 5G. Está visto que una conspiración en la que no salga Bill Gates no va a ningún lado. Lo mismo te pincha un chip con la vacuna que conspira con el Partido Comunista Chino en un plan diabólico para controlar el mundo, como el Doctor No.
Lo peor llegó cuando el bulo se politizó. El senador republicano Tom Cotton salió en la Fox (la cadena conservadora de mayor impacto en Estados Unidos) expresando su íntima convicción, quién sabe si sincera, de que el coronavirus era un arma biológica de última generación. El secretario de Estado, Mike Pompeo, y el propio Donald Trump incidieron en esa línea imaginativa sobre “el virus chino”. El más espectacular de toda esta tropa, el que fuera estratega mayor de la Casa Blanca, Steve Bannon, financió dos manuscritos (preprints, todavía no revisados por científicos independientes) que aseguraban que el SARS-CoV-2 era un producto de la ingeniería genética diseñado como arma biológica. También sostenían que la comunidad científica internacional había conspirado para ocultarlo, lo que resulta especialmente inverosímil. Si ni siquiera dos personas saben guardar un secreto, ¿cómo van a hacerlo los millones de personas que forman la comunidad científica internacional? Como decía el matemático John Allen Paulos, “a la gente le gusta hablar”. La Casa Blanca saliente ha visto demasiadas series malas.
La investigadora en salud global y seguridad Angela Rasmussen, de la Universidad Georgetown en Washington, de quien he tomado los datos anteriores, cuenta en primera persona en Nature Medicine una experiencia lamentable. La autora principal de esos papeles de Bannon, la oftalmóloga Yan Li-Meng, de la Universidad de Hong Kong, empezó a atacar directamente a los científicos destacados por combatir la desinformación sobre el origen del virus, incluida la propia Rasmussen. “Como consecuencia”, dice la investigadora de Washington, “he recibido amenazas de muerte y de violación, un riesgo laboral que por desgracia he aprendido a esperar”. Así se las gastan estos cruzados de la intoxicación de masas.
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