Clasismo
Llamar a alguien ‘atorrante’ implica más que acusarlo de incompetente; implica despojarlo de legitimidad, lo ubica fuera de los márgenes de la respetabilidad social, lo tilda de innecesario, de parásito, una vez más

En estos días se ha hablado profusamente de la ofensiva frase lanzada por el jefe de campaña de Evelyn Matthei, quien calificó al actual Gobierno como un “Gobierno de atorrantes”. Aunque la expresión puede parecer apenas un exabrupto más en la escalada retórica de la campaña, conviene analizar lo que esa palabra connota, no sólo desde una perspectiva política, sino también sociológica. Atorrante no es una simple crítica a la gestión o a la ideología de un Gobierno. Es un insulto con historia, cargado de clasismo. Su origen lunfardo, lo asocia con vagancia, desidia, desvergüenza, pero también con marginalidad social. Llamar a alguien atorrante implica más que acusarlo de incompetente; implica despojarlo de legitimidad, lo ubica fuera de los márgenes de la respetabilidad social, lo tilda de innecesario, de parásito, una vez más.
La frase no sólo ofende al Gobierno como actor político, sino también a quienes se sienten representados por él. A quienes, con razón o sin ella, han visto en esta administración una ventana de inclusión o una promesa de reconocimiento. Usar ese término puede ser leído como un gesto de desprecio de clase, como si desde un sector social privilegiado se mirara con desdén a quienes no comparten sus códigos, su formación, su manera de vestir, hablar o habitar el espacio público. Este tipo de discursos no sólo polariza, sino que puede perturbar a amplios segmentos del electorado, ya que los sectores populares, históricamente sensibles a la estigmatización, pueden sentirse directamente interpelados y responder no con silencio, sino con castigo electoral. En una elección donde cada punto porcentual cuenta, perder el voto de quienes se sienten aludidos por ese tipo de adjetivos puede marcar la diferencia entre el triunfo y la derrota, aunque esto último ya es casi seguro según las evidencias más recientes.
Que el joven abogado y exdiputado del comando de la candidata Matthei echara mano a ese ofensivo repertorio sugiere algo de desesperación y desconexión. Desesperación estratégica por captar titulares a cualquier precio en los últimos días de campaña y desconexión sociocultural, al no medir la carga histórica del insulto y su potencial impacto negativo. La ironía es que el vocabulario clasista pretendía denigrar al adversario, pero termina retratando a quien lo emite, dejando ver el tufo añejo de aquella élite que aún piensa en Chile como patio trasero de su hacienda. Es el lenguaje del privilegio, un ejemplo de lo que Pierre Bourdieu llamaría violencia simbólica, pues mediante el insulto se ejerce poder social, relegando al otro a una posición inferior solo por su clase.
Pero hagamos el intento de comprender el exabrupto clasista. Supongamos que efectivamente nos gobiernan unos flojos e ineptos. Entonces habría que atribuir a una cadena de milagros y acciones divinas lo que han logrado estos presuntos inútiles, resultados concretos que cualquier gobierno envidiaría en salud, vivienda, gasto fiscal, pensiones, etc. No se trata de pintar el Gobierno color de rosa: errores estratégicos hubo, y serios. Quizá el más notorio fue la inexplicable espera por el resultado del proceso constitucional, que los llevó a postergar reformas de fondo durante más de un año. Tras dos plebiscitos fallidos el país sigue con la Carta Fundamental del 80, y ese tiempo precioso se esfumó. Fue un baño de realidad algo tardío, en el que los atorrantes aprendieron por las malas que el mandato de las urnas es para ejercerlo, no para dormirse soñando con textos constitucionales perfectos. Pero esos errores, como toda equivocación humana, también enseñan, forman parte de un aprendizaje político que todo liderazgo emergente debe recorrer. Quizás en esa lección resida su mayor activo. Porque para aprender, hay que atreverse a intentar. Y para gobernar mejor, hay que haber gobernado antes.
Termina la contienda y, entre los ecos de la palabra prohibida, queda una certeza; Chile seguirá adelante con o sin atorrantes, pero difícilmente progresará con soberbias de clase. Resulta paradójico pensar que un insulto tan rancio pueda, al final, servir de combustible para afinar el rumbo. Boric y su equipo bien podrían abrazar la etiqueta despectiva y reivindicarla, lo que sería el golpe maestro de la ironía política, convertir el agravio en medalla. Después de todo, como escribió alguna vez Galeano, los nadies, los ninguneados de la tierra, también tienen derecho a soñar y gobernar.
Al final del día, el presidente Boric seguirá su carrera con el tremendo aprendizaje de cuatro años de Gobierno, así como el jefe de campaña de Matthei habrá agregado una nota de color triste a los anales de la pequeña política chilena, donde el desprecio de clase puede convertirse en un pecado mortal electoral. Si el peor defecto de los atorrantes fue demorarse en gobernar porque querían cambiar la Constitución, quizás podría haber indulgencia de quienes se ilusionaron con un nuevo ciclo de cambios profundos; en tanto, a quienes miran a los ciudadanos por encima del hombro, la historia tiende a cobrarles la factura con creces. En la democracia chilena que se sigue construyendo, hasta los errores sirven de lección. Y tal vez la próxima ocasión en que alguien piense en lanzar la piedra del insulto fácil, recuerde que los bumeranes, así como la dignidad popular, siempre regresan. Quizás la verdadera venganza de los rotos sea demostrar que con trabajo, autocrítica y cercanía se puede gobernar sin las ínfulas de los iluminados. Los insultos pasan; los logros y las lecciones permanecen.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.










































