Garantías repetición y repetición
El caso de Bernarda Vera, más allá del resultado que arrojen las pesquisas pendientes, es disruptivo y aleccionador

Septiembre volvió a agitar las aguas de la memoria, pero esta vez de formas insospechadas. Completamente fuera de libreto, la paradójica posibilidad de que una detenida desaparecida se encuentre con vida, desestabilizó los relatos aceptados y aceptables sobre las víctimas del terrorismo de Estado y nos enfrentó con la porfiada presencia de nuestros fantasmas, en un momento en que, además, nos alejamos a paso firme del consenso transversal que decíamos tener en materia de derechos humanos.
El caso de Bernarda Vera, más allá del resultado que arrojen las pesquisas pendientes, es disruptivo y aleccionador. Las querellas presentadas sin dilación por líderes políticos de la Unión Demócrata Independiente (UDI) y del Partido Nacional Libertario denunciado fraude; la preocupación que instala una parte de la opinión pública acerca de si corresponde o no que su hija reciba una pensión del Estado (preocupación que no se ha manifestado, dicho sea de paso, a propósito de la jubilación que recibe Miguel Krassnoff y el resto de criminales de lesa humanidad recluidos en Punta Peuco); y los juicios que, cómo no, ya se asoman sobre la madre que abandona su hija para hacer la revolución, son indicadores más que suficientes de que experimentamos, al igual que el resto de mundo, un retroceso respecto del lugar central que tuvo el ideal normativo de promoción y defensa de los derechos humanos construido tras la Segunda Guerra Mundial a nivel global, y tras las dictaduras civil-militares en el caso chileno y en el de prácticamente todos los países del Cono Sur. Nunca más fue la promesa que, a lo largo del mundo, se erigió después de distintas barbaries.
Es cierto que siempre se podrá alegar, con total justicia, ese Nunca más fue frágil desde el origen. Sin embargo, es preciso reconocer que ingresamos en un escenario nuevo, mucho más adverso a ese frágil consenso en comparación a otras épocas. El genocidio que durante dos años el Estado de Israel ha perpetrado en contra del pueblo palestino es la prueba más brutal.
El exponencial crecimiento de alternativas de extrema derecha y neofascistas en Europa, Estados Unidos y América Latina, así como la impotencia de los organismos multilaterales para imponer la voluntad de la mayoría de los países del mundo en materia de paz, son fenómenos conexos, a los que podríamos agregar el aumento en la adhesión a los discursos anticientíficos, las teorías conspirativas y, en general, a posiciones intelectuales que promueven explicaciones irracionales y despolitizadas de los fenómenos sociales y que alimentan el deseo de soluciones autoritarias, pero al fin y al cabo efectivas, a los problemas más urgentes que afectan, sobre todo, a las mayorías populares.
Reflexionando en torno a estas cuestiones, el intelectual argentino Mario Santucho, desde las páginas de Crisis, la revista que dirige, se pregunta por qué en su país, tierra de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, fue posible el triunfo de un líder como Javier Milei, que desparrama un particular ensañamiento contra el movimiento de derechos humanos. La extrema derecha, señala Santucho ensayando respuestas “se convirtió en un fenómeno mundial gracias a la radicalidad con que impugna al orden estatuido”, porque “a diferencia de la mayoría de los políticos progresistas, que se moderan al llegar al poder (...) parece decidida a capitalizar el malestar social y el odio contra las élites”. Paradójico, pero cierto, el discurso de la derecha extrema, agrega, “resulta verosímil entre otras cosas por la ruptura de sus principales referentes con todo aquello que huela a ‘corrección política’. Hay en esa desfachatez un eficaz cuestionamiento a la hipocresía liberal, que proclama derechos universales y produce cada vez mayor desigualdad e injusticia”.
Me parece que para entender la actual crisis de la democracia tenemos que detenernos en lo que, desde el otro lado de los Andes, propone Santucho. Tenemos que investigar más a fondo las consecuencias que provoca la distancia entre lo proclamado como correcto y la realidad pura y dura, y cómo se fue gestando el medio ambiente favorable para el crecimiento de alternativas autoritarias. Podríamos sintetizarlo de la siguiente manera: si bien fascistas y extremistas de derecha han existido siempre, la novedad del presente es que su discurso logra interpelar a sectores cada vez más amplios de la sociedad. Esa expansión se debe, en una media importante, a la incapacidad de la democracia para hacerse realidad.
Siguiendo esta lógica, tendríamos que aceptar que una cultura de respeto a los derechos humanos y de defensa de la democracia no puede crecer en un medio atravesado por las injusticias que existen en sociedades como las nuestras, y que la formación de seres humanos portadores de una sensibilidad incompatible con la crueldad o con la indiferencia ante el sufrimiento de los otros necesita una base material, porque difícilmente valorarán la vida quienes experimentan cotidianamente que su propia vida no vale. Tendríamos que aceptar también que, si parte de las tareas democráticas elementales es el establecimiento de garantías de no repetición, la desigualdad es uno de sus principales enemigos, porque produce y garantiza condiciones de legitimidad para la repetición.
La posibilidad de que José Antonio Kast, un pinochetista de tomo y lomo, llegue a La Moneda, debiera activar nuestra inteligencia política para desarrollar estrategias eficaces. No basta con espantarnos del resabido desprecio de su sector por los derechos humanos y la democracia; no basta con responder ofendidos a sus provocaciones; nuestra fuerza radica más bien en la decisión con la que retomemos las banderas de la democracia social y demostremos nuestro compromiso con la vida material y cultural de las y los trabajadores. En esa cancha, Kast pierde, pero, además, es sólo en esa cancha donde podemos construir bases firmes para que la democracia y los derechos humanos recobren la fuerza que alcanzan aquellas ideas que, cuando se hacen realidad, son abrazadas y defendidas por las mayorías populares. Puede que ese sea el camino más seguro para cuidar nuestra democracia.
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