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OPINIÓN
Columna
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Para la libertad

¿Qué capítulo nos hemos perdido para vernos de nuevo en el pasado?

Destrucción del memorial histórico inacabado en el cementerio de La Almudena.
Destrucción del memorial histórico inacabado en el cementerio de La Almudena.VÍCTOR SAINZ

Son las cinco treinta de la mañana. Hoy es sábado 28 de marzo de 1942 y en la enfermería de la prisión todo huele a yodo, a silencio y a final. Según hace constar el jefe de los Servicios Médicos del reformatorio de adultos de Alicante, acaba de fallecer "el recluso hospitalizado en esta Enfermería, Miguel Hernández Gilabert, a consecuencia de Fimia pulmonar. Ha recibido los Auxilios Espirituales". El cadáver, sin embargo, tiene los ojos abiertos como dos piedras azules. Nadie, ni el enfermero de imaginaria Vicente Beneyto Saura, ni el auxiliar Blas Parreño Morell, que se encargan de amortajarlo, logran cerrarlos.

Para algunos, el hombre que acaba de morir es, en el fondo, un tipo afortunado. El 18 de enero de 1940, el Tribunal del Consejo de Guerra Permanente número 5 de Madrid le había condenado a la pena de muerte por "un delito de adhesión a la rebelión militar", sentencia que debía aplicarse en un máximo de seis meses y que, por la oportuna intervención de un benefactor, le fue conmutada por treinta años y un día. El amigo se llamaba José María de Cossío.

Ante la inminente ejecución, recurrió al doctor Oliver, compañero de la tertulia madrileña del café Lion d’Or y médico personal del general Varela, ministro del Ejército. Cossío también habló con el escritor falangista y ministro sin cartera Rafael Sánchez Mazas. El esfuerzo no fue en vano. Los dos ministros, Varela y Sánchez Mazas, se entrevistaron con Franco antes de que el dictador rubricara la sentencia. El Caudillo escuchó los argumentos, pronunció una frase parecida a "otro García Lorca, no" y determinó, días después, conmutar la pena del procesado. Sin duda, Franco había oído rumores de que ejecutar a Miguel Hernández, después del asesinato de García Lorca, podría ser una publicidad muy negativa para el régimen.

Lo demás fueron cárceles (Huelva, Sevilla, Torrijos, Orihuela, Conde de Toreno, Palencia, Ocaña, Albacete, Alicante...) y poemas hondamente humanos escritos entre muros y hambre; penas y palabras "para morirse un día", un 28 de marzo de 1942, a las cinco treinta de la mañana, con los ojos abiertos.

Han pasado 78 desde aquella ignominia. Muchos verdugos de entonces creyeron que, muerto el poeta, se acabó el peligro, se acabó el pensamiento, se acabó la tentación de soñar, de luchar por algo tan obsceno y corrosivo como la libertad. Pasaron décadas sin él. Prohibieron su nombre, sus poemas, sus libros, su historia necesaria. En el nicho 1.009 del cementerio de Alicante germinó durante años y años un fecundo silencio, un olvido en acecho. Y la tierra se abrió, como ramos de agua, en el 69, en el 72, en un tiempo cargado de futuro: Paco Ibáñez, Serrat, Víctor Jara, Los Lobos, Jarcha, Francisco Esteve y su humilde editorial Zyx jugándose el pellejo, publicando a un poeta tan ofensivo aún, tan nocivo y repudiado por los últimos ogros de la dictadura, por los sicarios del miedo.

Cuando murió el Generalísimo, las Nanas de la cebolla y El niño yuntero volvieron a nacer. Regresaron, crecieron y se expandieron entre miles de lectores. Descubrimos la obra y la aventura intensa y desdichada de un poeta que nos habían robado de la memoria. Su ejemplo de vida, su dignidad, iluminó corazones y caminos. Y no tardamos nada en descubrir que, a pesar de los años, sus versos seguían vivos en el tiempo, que había un Miguel para todos: para el último desesperado de la tierra, para los niños explotados en cualquier rincón del mundo (por las guerras, por el hambre, por las multinacionales sin escrúpulos), para los enamorados que se buscan a ciegas, para los pobres de pan, para los ricos de alma, para los que viven y mueren con la cabeza muy alta, para los que defienden la alegría a dentelladas secas y calientes.

Hace unos días, para vergüenza de un tiempo y de un país, el miedo ha regresado: el miedo a unos versos y a un poeta, el miedo a que la palabra libertad vuelva a estar de moda, con el peligro que encierra y la de problemas que arrastra. Ochenta años después, en la misma ciudad donde, sin la menor garantía jurídica, se le condenó a la pena capital, hoy se aparta a Miguel Hernández de un espacio y de un memorial donde su voz y su ejemplo se prometían necesarios.

¿Qué capítulo nos hemos perdido para vernos de nuevo en el pasado? ¿Estamos asistiendo a la oxidada y terrible ceremonia de la venganza? ¿Cómo entender, en pleno siglo XXI, cuando nos creíamos a salvo de ese tiempo abyecto, innoble, encarnizado, que el Gobierno del Ayuntamiento de Madrid condene de nuevo al escritor de Orihuela a aquel viejo silencio?

La respuesta está en el viento, en ese Viento del pueblo que escribió el poeta y que tanto indignó a sus verdugos, a quienes nunca lo leyeron, a quienes nunca lo escucharon y, sobre todo, a quienes, tantos años después, le condenan con la misma ignorancia, en un patético alarde de poder y autoridad tan rancio que deja al descubierto el viejo verso de Machado: "desprecian cuanto ignoran".

Dejar los versos del poema El herido fuera de un proyecto limpio y justo, las palabras de despedida de Julia Conesa –una de las Trece Rosas– lejos de la memoria de tres mil fusilados y de millones de almas que visitarán durante años o siglos el cementerio de la Almudena es un error y un insulto contra la sensibilidad y contra la inteligencia. Tarde o temprano –siempre nos queda la esperanza–, el alcalde y sus correligionarios lo verán, pero la afrenta está hecha y la ceguera es profunda.

Estábamos convencidos de que la muerte de Miguel Hernández en una prisión franquista la mañana del 28 de marzo de 1942 no acabó con su voz, de que su obra es un patrimonio nuestro y luminoso. Creíamos que el pastor de Orihuela era ya un poeta necesario y que volver a sus versos y a su vida era, en cierto modo, regresar a nosotros mismos, al lugar exacto de nuestra conciencia y de nuestra memoria. Eso creíamos. Pero corren tiempos extraños y la palabra libertad anda asustada, asustada y en alerta como entonces.

José Luis Ferris es escritor, Doctor en Literatura y autor de la biografía Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta

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