Jorge Drexler: Minimalismo seductor
El músico uruguayo refuerza el componente teatral en su actuación en Valencia de la gira 'silente'
Jorge Drexler es un consumado encantador de serpientes. Un tipo que podría hacer de la mera enumeración de la lista de la compra una experiencia tan deliciosa como magnética, con su dulce dicción uruguaya y el carisma de quien no rebusca una humildad impostada porque no la necesita. Pero además de eso, es un músico que siempre se preocupa por desvelar nuevos matices en cada una de sus canciones, no importa las veces que exhiba su hoja de servicios. Siempre hay un silencio, una textura, un giro inédito que asoma en la forma en que aborda composiciones tan sobreexpuestas en nuestros escenarios como Deseo, Eco, Todo se transforma o Milonga del moro judío. Y eso siempre es de agradecer. Llegaba a Valencia tras la suspensión del bolo que tenía que haber ofrecido hace unos meses en el Palau de la Música, aplazado por desperfectos que exigían reforma, y como por ensalmo, milagro de los panes y los peces mediante, aquella anulación de un solo concierto ha derivado en una cita doble, con todo el papel vendido, en La Rambleta. Una buena excusa para ventilarse no una, sino dos paellas, dijo.
CONCIERTO
La Rambleta
Gira Silente
12 de febrero de 2020
El de Montevideo, médico antes que fraile (o músico, para ser exactos), siempre se las ha apañado estupendamente bien para jugar en sus canciones con las metáforas que ofrece la geometría variable, el tiempo y el espacio –en eso recuerda al mejor Antonio Vega, cuyo padre era cirujano– y resulta imponente la forma en la que exprime esa lírica con mimbres escénicos tan justos, apenas dos guitarras (eléctrica y acústica), un juego de mamparas (durante un par de canciones con proyecciones de ilustraciones de la valenciana Nuria Riaza) y una iluminación de lo más escueta. En la mesa de sonido estaba Carles Campi Campón, productor de su último trabajo y director musical de la banda que le acompañó en su última visita, cuando presentó Salvavidas de hielo (2017) en septiembre de hace dos años, en el Palau de les Arts.
Pocos músicos son capaces de invocar con tanta solidez la intimidad en un recinto de más de mil personas. Anoche lo volvió a lograr, reforzando el componente teatral de su show. Rememorando –cómo no– que el Café Berlín del Barri del Carme valenciano acogió su primer concierto, allá por 1989, introduciendo unos severos punteos eléctricos en Deseo, jugando con un péndulo mientras acometía Abracadabras, dotando de un aire turbador a la certera Disneylandia, desfigurando su voz con una especie de autotune en una La edad del cielo más desasosegante que nunca o dedicando Pongamos que hablo de Martínez a una pronta recuperación de quien la inspiró, Joaquín Sabina, tras su caída este martes en el Wikinz Center (“¿qué es una mancha en la piel del tigre?”, dijo). Se despidió con la concisa Silencio –la que justifica que esta gira se llame, atinadamente, Silente– y con la tierna Telefonía, dejando al personal sumido en el embeleso. ¿Cómo lo repite, una y otra vez? Lo consigue siempre con tanta naturalidad, sin perder su sempiterna y liviana sonrisa, que a veces el muy condenado da hasta rabia.
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