Fallece Carlos Rojas, prolífico autor de novela histórica, a los 91 años
El escritor barcelonés, que residía en Atlanta, obtuvo entre los años 60 y 70 los premios Nacional de Narrativa, Planeta y Nadal
“El destino de la Historia es convertirse en literatura”, aseguraba el escritor Carlos Rojas. Y a eso dedicó la mayor parte de su extensa producción, con una cuarentena de obras que le proporcionaron desde el premio Nacional de Narrativa (1968, con Auto de Fe) al Planeta (1973, con Azaña), algunas de las cimas de una larga trayectoria que ayer se truncó a sus 91 años en EE UU, donde residía.
La historia fue invadiendo la narrativa de un joven nacido en Barcelona en agosto de 1928, donde se licenció en Filosofía y Letras, si bien se doctoró en Madrid. Pero ocho años antes, con 19, se había presentado ya al entonces prestigioso premio Nadal; tenían que pasar, sin embargo, 32 más para que lo ganara con El ingenioso hidalgo y poeta Federico García Lorca asciende a los infiernos (1979), donde ya unía su doble pasión: narrativa y biografía histórica. Cerraba ese reconocimiento la década prodigiosa del autor, que había arrancado con esa novela histórica que reconstruía la España de Carlos II que era Auto de Fe y que le valió el Nacional de Literatura, y que se completaría en la narrativa con el Planeta por la ficción biográfica Azaña (1973) y con el Ateneo de Sevilla por la Memorias inéditas de José Antonio (1977). La sociedad de los primeros años del postfranquismo quizá tenía sed de este tipo de personajes a tenor de su notable éxito de ventas
Desde su debut en 1957, con De barro y esperanza, y con esas preferencias, Rojas --hijo del médico colombiano Carlos Rojas Pinilla, y sobrino de Gustavo Rojas Pinilla, presidente de Colombia entre 1953 y 1957— no podía más que quedar inscrito entre los autores opuestos al realismo social imperante en la época. Lo reforzaría con novelas como El asesino de César (1959) o Adolfo Hitler está en mi casa (1965). La otra gran línea de Rojas fue su vertiente ensayística, casi una veintena de títulos mayormente de corte biográfico y de personajes vinculados a la Guerra Civil española y a los que tuvieron que exiliarse: desde Unamuno y Ortega: intelectuales frente al drama (1970) y Machado y Picasso: arte y muerte en el exilio (1977) a Por qué perdimos la guerra (1969) o La Guerra Civil vista por los exiliados (1975).
La figura de Picasso, precisamente, le permitió obtener, en 1984, su último gran reconocimiento, la décima edición del prestigioso premio Espejo de España que pilotaba un editor capital en su trayectoria, Rafael Borràs, con El mundo mítico y mágico de Picasso, título (y filón) que un año después calcaría para abordar a Salvador Dalí. Prolífico, su producción narrativa, mayormente desarrolada en Planeta, se frenó a finales de los años 90 y prácticamente enmudeció en los primeros años de la década de 2000, con tres ensayos. La explicación a una tan copiosa producción está en parte en su larga labor como docente universitario, que arrancó pronto, como lector de español en Glasgow y, a partir de 1957, en EE UU, entre Florida y Atlanta, donde vivió la mayor parte de su vida. Una distancia y una nutrida red de bibliotecas que, admitía, le ayudaron a construir su obra.
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