El mundo hoy duele un poco menos
Así es mi vida con los perros: me obligan a cuidarme porque es la única manera de cuidar de ellos como se merecen
Recuerdo una de las peores épocas de mi vida. Sin entrar en detalles, el dolor era abismal, una suerte de inicio de trauma del cual me costaría horrores deshacerme. Como todo daño emocional, terminó trascendiendo a lo físico y mi cuerpo se convirtió en una especie de cárcel sin rejas. Una tarde, sufrí un ataque de ansiedad que me dejó tirada en el suelo de mi casa, a medio vestir. Notaba perfectamente cómo se empequeñecían mis pulmones y el aire se hacía pesado, casi sólido.
Me apoyé sobre la pared, coloqué la cabeza entre mis brazos e intenté recuperarme sin demasiado éxito. Entonces, un hocico suave y húmedo empezó a escarbar entre los pocos huecos que dejaba mi postura. Con nervio y lloriqueo, hizo mil virguerías: me levantó las manos, me ofreció su culito bailarín, se sentó de espaldas a mí como hacía cuando quería protegerme, empezó a ladrarme para que saliera de aquel estado. Lo vi asustado y me tranquilicé para tranquilizarlo. No necesité una pastilla o un abrazo. Me bastó con verlo. Porque así es mi vida con los perros: me obligan a cuidarme porque es la única manera de cuidar de ellos como se merecen.
Pienso ahora en toda esa gente cuyos animales forman parte no solo de su día a día, si no de sus tristezas más absolutas, de las soledades no deseadas, de los dolores que no se pueden explicar porque no a todo se le puede poner palabras, aunque lo intentemos. Me imagino al anciano que pasea todos los días a su perro, quien camina despacio siguiéndole el ritmo y busca su mano grande y temblorosa después de comer, sobre el sofá.
Lo imagino ahora que debe marcharse a una residencia en la que no le permiten llevarlo, y puedo sentir el ruido que hace un corazón cuando se rompe. Me imagino a la mujer maltratada que se interpone entre su animal y su agresor para recibir otro golpe más, que caiga sobre quien caiga solo busca su dolor, y puedo verla cerrando la puerta de la casa que está a punto de abandonar solo para seguir protegiéndolo, aunque le cueste la misma vida, porque no puede llevárselo a un centro. Y me imagino también, puedo verlas, a todas aquellas personas sin hogar que prefieren dormir abrazadas a sus perros, congeladas, que en una cama de un albergue donde la administración no les permite entrar juntos.
Y pienso en Tango, y en Viento, y en Berta, y en los días fríos en los que no dudaron en tumbarse a mi lado, y no soy capaz de imaginarme nada más porque la respuesta a todo esto siempre es dolorosa.
Pero respiro, porque por suerte se acaba de aprobar en la Asamblea de Madrid una iniciativa de Amanda Romero, asesora de Más Madrid, por la cual se van a proteger los vínculos de las personas en situación de vulnerabilidad con sus animales, secundada por todos los grupos políticos menos por ya sabemos quién, y ese es un paso tan grande que el mundo hoy duele un poco menos gracias a ellos.
Madrid me mata.
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