Más lenguas, más debates
No será posible un debate efectivo sin una perspectiva política que vaya más allá de Cataluña y que plantee de una vez por todas una regulación de los derechos y los usos lingüísticos en el conjunto de España
En las últimas semanas, la decisión del PSC de presentar en su congreso una ponencia que apostaba por abrir el debate en torno a la flexibilización del modelo de lenguas vehiculares en la escuela catalana ha levantado mucha polvareda. De hecho, desde las filas del partido, los propios militantes a través de enmiendas, han reelaborado el texto inicial volviendo a remarcar cómo los socialistas siguen apostando por el catalán como lengua vehicular de la enseñanza, citando explícitamente en el texto finalmente presentado la inmersión lingüística.
Pero más allá de cómo ha quedado el texto final, hay que fijarse en las razones que habían llevado el partido de Miquel Iceta a presentar inicialmente el texto. Algunas son de carácter electoral: con la crisis manifiesta de Ciudadanos, y unas posibles elecciones catalanas a la vuelta de la esquina, los socialistas quieren —legítimamente— hacerse con el antiguo electorado naranja. Otros motivos parecen ser más consistentes desde un punto de vista del debate real y tienen que ver —como algunos miembros del gobierno, como Josep Bargalló, ya habían manifestado hace un año—, con la posibilidad de una actualización del modelo, dados los cambios que se han producido en la sociedad en las últimas décadas. Otras razones, finalmente, tienen su explicación en la voluntad de dar expresión política a un cierto malestar debido a la infravaloración —implícita o explícita— de la lengua castellana y de todo lo que representa, que, a menudo, ha hecho una parte del independentismo.
La opción que han hecho los socialistas catalanes se inscribe, para bien y para mal, en el espíritu de los tiempos en Cataluña. Hay que recordar cómo el modelo de uso de las lenguas vehiculares en la escuela había sido uno de los consensos más sólidos del sistema político catalán, solo puesto en discusión por el PP y después, a partir de 2006, por Ciudadanos. Este modelo, que se inauguró con la Ley de Normalización Lingüística de 1983 (querido por las izquierdas frente a unos partidos nacionalistas que planteaban una doble red escolar), fue perfeccionado a principio de los años 90 con la aprobación de un decreto que generalizaba la inmersión y fue ratificado por una sentencia del Tribunal Constitucional en 1994.
Pero más en general, la cuestión de las lenguas en la escuela había sido siempre un elemento que todas las fuerzas políticas (incluso aquellas que habían puesto en duda el modelo), habían tratado con tacto, por considerar —con razón— que se estaba delante de un elemento primordial a la hora de garantizar la unidad civil de la sociedad catalana.
La situación política de los últimos años ha dinamitado muchos consensos y parece que la cuestión de las lenguas no ha quedado inmune a las dinámicas divisivas. No sólo por la fuerza electoral y política que había sabido aglutinar Ciudadanos y por la posición central que la cuestión lingüística ha tenido en su narrativa, sino también porque regiones enteras del independentismo social, civil y, a veces, político (no se olviden de iniciativas como las del Manifiesto Koiné) han querido proyectar la idea de una Cataluña no solo independiente, sino monolingüe.
En este sentido, esquivar un debate que, guste o no, está hoy sobre la mesa, no deja de ser una entelequia. Pero lo que no es y no debe ser una entelequia es cómo encararlo a partir de ahora, teniendo como brújula tres objetivos: la preservación y el reconocimiento de la lengua catalana; la mejora del conjunto de las competencias lingüísticas de la ciudadanía; y la construcción de un consenso renovado que pueda garantizar la cohesión social y el reconocimiento de la diversidad.
Para que esto sea posible, deben involucrar a los lingüistas y los pedagogos. No se trata de encapsular la cuestión, invocando una aséptica e inexistente “neutralidad” presuntamente garantizada por la ciencia, sino de poner al alcance del debate público y de la deliberación de las instituciones el máximo de herramientas disponibles.
Y, sin embargo, tampoco será posible encarar el debate de forma efectiva sin una perspectiva política que vaya más allá de la propia Cataluña y que plantee de una vez una regulación de los derechos y los usos lingüísticos en el conjunto de España. Así lo reconocía estos días un informe del Consejo de Europa, cuando remarcaba que España no protege ni impulsa de manera adecuada esa diversidad cultural y lingüística que su propia Constitución reconoce y ampara.
En suma, para construir un nuevo y necesario consenso, en Cataluña y en España, necesitamos más lenguas y más debates.
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