El alma de la ensaimada
Regalo y souvenir, viajera y embajadora, sus cajas protectoras en aeropuertos delatan el origen y el destino
La ensaimada tan evidente y central, en bastantes ocasiones, también resulta insulsa, cruda o cargante, con exceso de manteca fría en su base. Decepciona en sus readaptaciones atrevidas y por la mala mano presurosa en su creación, maduración y cocción, tan complejas.
Pese a todo, con la inercia del deseo de la memoria y las costumbres, la gran espiral sellada sigue ahí, inevitable y simbólica. Concreta la representación de la fiesta comunal y la ruta del discurso y pensamiento circulares de algunos nativos.
Resiste a las imitaciones industriales y a las creaciones continentales bienintencionadas. Ante todo, milita emotiva, transoceánica a manos de emigrantes en cuarta o quinta generación de arraigo. En América y las islas las elaboraciones domésticas, particulares, son ejercicios para el archivo de la historia, hallazgos. Nada más complejo.
La amenaza, el peligro de la extinción de la ensaimada popular y selecta, pequeña, individual o colectiva de celebración coral, está con el cierre de tantos hornos artesanos y pastelerías tradicionales, populares, de barrio o rango, en la capital y los pueblos. Surgen inventos de cierto vértigo y campanario. La vindicación de una supuesta entidad original, no puede hacerse contra la lógica y coherencia de la pasta y pastel.
Regalo y souvenir, viajera y embajadora, sus cajas protectoras, al paso, en aeropuertos delatan el origen y el destino. Ensaimada de compañía para isleños, obsequio para conocidos y tarjeta de entrada, como los siurells y las sobrasadas.
Joan Miró accedió a Pablo Picasso en París, en 1920, con una ensaimada que le dio la madre de éste, Maria Picasso, de la amiga de la madre de Miró, la mallorquina Dolors Ferrà. Pero Miró halló el taller de Picasso cerrado, acudió varias veces y al final, cuando le recibió, la ensaimada estaba seca. (Pudieron reciclarla en greixonera dolça, casi un pudín o planchándola, prieta, sin quemarla).
La cola fina y crujiente de su hojaldre o su gran ojo mullido, esponjosos, distintos, sabrosos y grasos siempre, son los hitos de la espiral que es el vértigo, equilibrio, turbante y cola de demonio. La ensaimada, sea cual fuere su origen, los orígenes, es como la sobrasada y los siurells, de Mallorca, o insulares, tras siglos de extensa y constante elaboración y consumo.
Hay algún mallorquín solitario, soltero, que entiende de pájaros e injertos, que tiene “la dulce y tierna alma de la ensaimada”. Es alguien endurecido que no llora en los entierros, que ni se abraza ni besa con otros por cualquier motivo, que apenas sonríe, que entiende la amistad como un bien escaso. El publicista y escritor Ildefonso García-Serena, aragonés, barcelonés, medio isleño por decisión, retrata así, cálido, a Miquel Cuco, su amigo, en su relevante novela El hijo del doctor, que atraviesa un siglo con las aventuras de cuatro generaciones entre dos continentes. Cuco y el libro internacional es una síntesis finalista, testimonial.
Existe dispersa una generación de penúltimos mallorquines, gente que avanza hacia la nada al tiempo que se desvanece la isla que fue el país común, ordenado y entero. Esas personas generalmente se explican en sus silencios pero conocen la realidad por sus nombres y las leyendas ocultas de casi todo y de todos.
En sus ojos están las miradas de la piel de Mallorca, la biografía del paisaje y del campo ya en derrota, sus árboles que mueren de pie; sus recuerdos se basan en los detalles de sus ausentes, la mesa habitual, tradicional, materna, austera y exquisita.
Conviven según el calendario de la vida natural y las cosechas del pasado. Pocos tuvieron relación habitual con el mar y, claro está, advierten las jugadas de las figuras, los extratipos locales, fantasmas de paso, como intuyen las rutas de las nubes de las lluvias y el rolar de los vientos.
Superaron grandes crisis, del hambre, la filoxera de la viña, la gripe de 1918; sus parientes emigraron, huyeron. Ellos fueron niños víctimas, que aguantaron una guerra, décadas de dictadura con Franco y la negritud de muchos curas y monjas.
Esos penúltimos testigos del paraíso, tópico obrado por literatos y pintores del continente, han transitado por la sociedad austera del autoconsumo, sin libertad, luz, neveras, móviles, televisiones, coches, Internet. Proceden de una vida dura igual que en la Edad Media, para ellos la ensaimada representaba un acontecimiento festivo, esporádico. Y han entrado en el siglo XXI con el vértigo de la opulencia aparente y, por ejemplo, con la ensaimada vulgarizada.
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