La fiebre del ‘raor’, ese pescado tan caro
La masiva pesca social es un espectáculo noticiable motivado por una captura escasa, sensual y un bocado de minoría, un menú para escasas ocasiones
El raor es una de las raras verdades incontestables del código de los placeres ocasionales en las mesas domésticas, es el lujo y la simpleza del sabor de la cocina marinera insular. Este pescado mínimo, de carne blanca y delicada, cuya piel bella y colorista resulta un envoltorio natural muy sabroso, frito sin enharinar en su única elaboración adecuada posible.
No hay chef que se atreva a fracasar en una reinter-pretación o deconstrucción de la realidad natural, la receta unánime y canónica: raors, pocos y desnudos, fritos en aceite de oliva local y bastante caliente. Los pescados deben llevar medio día fuera del mar, si son demasiado frescos su cuerpo parece que se rebela: recién capturados se doblan en la sartén, se desescaman y no se cocinan bien, quedan feos.
Raor, pez navaja barbero, galán, lorito, peine es una de las peculiaridades de la mesa de las Baleares, una joya del mar cercano, de difícil captura, olvidado por los pescadores profesionales. La especie está protegida por la veda y amenazado por una cotización desaforada. A veces es el pescado, crustáceo y marisco más caro del mercado. En cierta forma es víctima de la fama, de la pena de las portadas de los diarios y de los reportajes de las teles, IB3 también.
La masiva pesca social es un espectáculo noticiable motivado por una captura escasa, sensual y un bocado de minoría, un menú para escasas ocasiones. Ningún otro día se ven tantas barcas en el mar como en la jornada de apertura de la temporada de pesca. Es una peregrinación en el mar, todas las embarcaciones recreativas navegan con urgencia. En las bocanas de los puertos y de los clubes náuticos y calas se ve un despliegue naval, una carrera al estilo de la conquista del oeste.
Este mar parece inmenso y la masa azul, luminosa e impenetrable. En el fondo, las incógnitas. Arañas, algún pedaç, y escasos raors, que se intuyen juguetones, erráticos. Cientos de barcas copan las pesqueras, en zona de fondo blanco, arena, a no mucha profundidad (30-40 metros) ni tampoco lejos de la costa (hasta tres millas).
Los aficionados, con sus vídeos y el carrusel de fotos de capturas en las redes de Internet, han multiplicado los efectos de los detallados reportajes de los medios sobre la fiebre de esta pesca. Los documentales de investigación de Fernando Garfella, Toni Escandell y Jaume Morey, por ejemplo, invitan a no pescar a los bellos ejemplares que juegan y se entierran en la arena.
La pesca y consumo es ritual de agenda, un acontecimiento litoral, un acto de masas con miles las embarcaciones salidas al mar el mismo día, al alba, para romper la veda, el 1 de septiembre. Los hasta 100 euros que se han pagado a veces por un kilogramo de esos pescados multiplican el efecto llamada, el deseo, la curiosidad.
Este animal, documentado y dibujado desde hace siglos por los científicos, citado, cómo no, por los romanos (Plinio, cual enciclopedia), quedó instalado en la fama del litoral mediterráneo a finales de los 80. Y los científicos serios escrutan su comportamiento, su ritmo de sueño y ciclos sociales en los arenales del gran azul, en los fondos blancos en los que habita y penetra para ocultarse y dormir. Una parte del año los raors que aparecen en el mercado de Palma proceden de muy lejos de África, de Senegal; a veces son argelinos o de las castas catalanas, donde no rigen ni las vedas ni la obsesiva y apasionada moda insular.
Posiblemente, los raors son los protagonistas de una de las muy escasas unanimidades, identidades gastronómicas, interinsulares (¿baleáricas?) porque su pesca y consumo apreciado son compartidos desde Formentera hasta Menorca. No ocurre ni con la afamada llampuga, casi un endemismo gastronómico mallorquín y de Malta pese a frecuentar todas las aguas inmediatas.
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